lunes, 2 de noviembre de 2009

MEMORIAS A 24 CUADROS POR SEGUNDO

DEL SILENCIO AL MUTISMO


El Magdalena estaba en llamas y Aquileo no dejó de rodar un solo momento, a pesar que el efectivo de la policía le había ordenado varias veces que dejara de hacerlo. Dos escenas intimidantes lo acechaban. A un lado, un cañón cuyo aliento caliente advertía que venía escupiendo flemáticamente muerte y por otro, decenas de cabezas sembradas y trinchadas en burdas guaduas sobre la ribera de Yondó el 10 de abril de 1948, un día después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.


¿Disparar o dejar de disparar? A eso se reducía la cuestión. Cualquiera de los dos atraparía el último instante de lo que estaba apuntando. Aquileo sonrió y tomó aliento porque sabía que su suerte no cambiaría a pesar de que detuviera su filmación. Estaba harto de que cada vez que algo acontecía en esta alejada esquina del mundo, todos corrían a esconderse y en esos tira y aflojes de la patria, se había decidido su suerte al lado de la del cine colombiano.


Bajo ese pálpito, su padre le había insistido muchísimos años atrás que el séptimo arte no era más que un circo proyectado sobre una pared y no un negocio serio para un hombre, cuya prominente familia había hecho su capital, con el sudor de la gente.

Sin éxito, Aquileo había tratado de comprar los estudios de los hermanos Di Domenico en 1928, un poco antes de que Cine Colombia los adquiriera y cerrara sus laboratorios para convertirse simplemente en una compañía de exhibición de películas extranjeras.


Durante 10 años corrió la suerte de engancharse con hombres de cine que se acercaban al país pasajeramente y en uno de tantos periplos conoció a Mesié Breton, de quien adquirió el gusto por las versátiles cámaras Pathé. Sobre 1938, los desastrosos andares del cine nacional a lomo de yegua, despeñaban las esperanzas de sus jinetes a quienes la mala fortuna les acompañaba en cada recodo de la patria y paraban en seco la producción nacional.


Aquileo rodó con muchos viajeros, pero sobre todo, rodó con la mala suerte de ver todos sus proyectos y aspiraciones detenidos. Cuando no era una guerra, eran los amigos de la moral y los enemigos de las extrañas cosas modernas que venían de Europa; cuando no era la política de escritorio bipartidista, era algún desastre natural o ladrones en la vía. Cualquier estafador, cualquier personaje típico un día en la tarde, quebró su determinación de capturarle el alma a su país.


Sin más novedad, ni otra excusa, decidió tomar el vapor hacia Barranquilla y posteriormente, fijó Nueva York como destino final. En el Queen Maryland recorrió la hermosa costa dorada del Caribe y en una noche de cabaret, de luces y terciopelo rojo, conoció a Miss Virginia, una bella cantante negra que parecía una sirena brillante sobre la sencilla escena y cuyo rostro se iluminaba con el rigor romántico de las películas de la época, al vaivén de las notas de la Big Band que desde la oscuridad la acompañaba.


Si la voz y el dramatismo de los gestos de Virginia, si su mirada trágica y el aire controlado que salía de sus labios, lo tuvieron perdido en el atlántico durante incontables lunas, su suave sexo de felpa, lo habría desviado aún más de su destino final y hecho desembarcar en New Orleans. Después de días dorados y de desbordada pasión pasajera, Aquileo terminó rendido a los pies del jazz y sumergido en el gospel de las desenfrenadas noches de magia negra y de la comida creol dentro de las que se incluía una extensa y exquisita carta de mujeres de sabores muy elaborados.


En the Canal Street recibió noticias de su amigo Alberto Santana que, de su propio puño y letra, le habría hecho saber que Al Son de las Guitarras, su película, ¡había sido terminada a pesar de todo! Sin dudarlo siquiera, Aquileo supo que como otros de sus amigos, Santana se quedaría con la satisfacción de haberlo hecho pero con la frustración de no poder enseñarla en ningún lado, como efectivamente sucedió. ¿Frente al contundente hecho del atraso para que regresar a Colombia? Cuando había una ciudad que la movía el hechizo de un carnaval eterno: escena perfecta para el cine.


Aquileo fundó su empresa Saint Magdalena´s Enterprise y rodó hasta que se quedó sin historias. Decidió tomar río arriba el Missisipi y retratar lo que la procesión de agua traía a su paso. En el gran vapor Dakota, la gigantesca casa de los placeres navegantes realizó, hasta entonces, su más grande proeza cinematográfica. Retrató el alma de un pueblo violentado por el poder y en ese descubrimiento, reflejado en los interminables brillos del agua en verano, volvió a encender su deseo más íntimo de capturar todos los alientos que vertían su respiración al río Magdalena desde su nacimiento. Una cita que a pesar de los percances deseaba cumplir.


México y Argentina estaban en la época dorada de su producción cinematográfica ¿No sería entonces un buen momento para hacer cine colombiano? Decidió correr el riesgo de rehacer las maletas, de acompañarse por su amada Pathé y para no perder su destino final, por culpa de los encajes que adornan los muros que resguardan la divina puerta del placer, se montó en un avión hasta Barranquilla.


El plan contemplaba, en principio, realizar un viaje río arriba y registrar su belleza exuberante y la naturaleza sangre de sus habitantes mestizos, en épocas en que todo parecía iba a cambiar y en que la mentalidad excesivamente conservadora del país, iba a salir debajo del púlpito para romper con los pálpitos paranoicos de las viejas generaciones que no podían ver a Colombia más que como una finca con parroquia.

La violencia ahora parecía uno de los caimanes agazapados bajo el agua y listos para salir en algún momento a asestar su golpe mortal. Era un riesgo que valía correr para retratar su sueño.


En Barranquilla, habló con Oswaldo Duperly, un empresario bogotano que era propietario de Ducrane films y que también recién había regresado de Estados Unidos para que se sumara a su empresa; aduciendo una grave situación económica como resultado de las inversiones que había tenido que hacer para sacar adelantes sus películas Allá en el Trapiche, Golpe de Gracia y Sendero de Luz rodadas entre 1943 y 1945, no se sumó a la idea.


Calvo Film Company también se hallaban lejos de compartir sus objetivos. Aquileo no tenía socios, pero entendió que era preferible quedar sin recursos a mitad del camino que dejar de cumplir su sueño; así que amparado y protegido únicamente por la lánguida ley Novena que había aprobado Alfonso López en 1942 y que promovía exenciones arancelarias y de impuestos para fomentar la producción, se lanzó al río con la esperanza de que, en algún vapor, podría encontrar dinero para finalizar su película.


Se lanzó a comerse ese trópico capaz de ablandar hasta una roca. Sus cálculos estimaban que arribaría a Bogotá a mediados de abril del 48 con la firme intención de registrar el congreso estudiantil que había sido convocado por Fidel Castro para protestar contra el intervencionismo americano y participar en el rodaje de Bambucos y Corazones y El sereno de Bogotá que adelantaría la productora Patria Films, reconocida por Allá en el Trapiche, y Antonia Santos.


Cuando el vapor Jiménez de Quesada, el barco más lujoso que surcaba el río, salió quedamente buscando la entraña del país, Aquileo había olvidado que los días en este calor podían llegar a durar diez veces más que a los que estaba acostumbrado y que en Colombia todo sucedía en cámara lenta. Que una hoja para caer repentinamente de un árbol, podía tardar siglos y que el calor era el principal aliado del anacronismo enfermizo de la nación. Repentinamente todo empezó a alongarse.


Del paso firme de las botas con las que caminaba el primer mundo, pasó a andar a la velocidad de las chancletas del subdesarrollo. En cada puerto alguien se quedaba, se devolvía, no podía continuar, alguien se robaba algo, botaba una parte del equipo, lo dañaba. Se desaparecía del horizonte el arribo a tiempo a Bogotá.


El epistolario de la excusas se convirtió en el evangelio de cada mes que se acercaba y que quedaba atrás como los pueblos en los que nadie se atrevía a atracar. Aquileo decidió seguir su camino en solitario. Era más fácil trabajar con los borrachos de New Orleans a pesar de todo; el presupuesto para todo un año, corría el grave peligro de acabarse en un tercio del tiempo. Eso lo bajó del barco literalmente y acompañado por burros se lanzó a conquistar las tierras pantanosas de la costa atlántica, a encontrar los brillos naturales de las ciénagas y los pueblos que difícilmente se podían apreciar desde primera clase.


Se encontró la entrañable miseria de los pobres, las aguas teñidas por los colores que habían dejado como herencia Bolívar y Santander en la construcción del primer pilar de la patria. Estrelló tantas veces como pudo con este emplasto resquebrajado sobre el que se erigió el gentilicio “colombianos”, tropezó con muertos y culpas en el camino, guardando siempre la esperanza de poder encontrarse a Gaitán en alguno de estos escenarios de ensueño, para registrar dos expresiones contradictorias en su rostro: la de admiración por la inequívoca perfección de la creación y la del terror que despertaba ver a los colombianos de estas latitudes, huyéndole a la barbarie de los cientos de perros de guerra regados entre la maleza para repartir muerte.


Las orillas eran azules o rojas, los muelles pedían un carnet que acreditará el color para ser o no bienvenido. El cuchillo ya había caído sobre esta gran naranja partiéndola en dos. Conforme pasaba el tiempo, el trabajo de Aquileo tomaba un tinte sagrado, sus búsquedas iban a paso lento pero por buen camino, como reza el refrán, a pesar de que había dejado tirados hasta los burros para desplazarse oculto por el monte.


El 9 de abril hacía un calor insoportable. Aquileo venía río arriba por la orilla antioqueña y arribó a Yondó hecho un pordiosero. Jalaba una especie de trineo en la que viajaban las cintas vírgenes y expuestas, la cámara, el trípode, la poca ropa que aún usaba y las provisiones que había decidido comprar para evitar todos los asentamientos humanos.


De golpe apareció un vecindario de casas europeas en la mitad del trópico, sus estrictas líneas desafiaban las asimétricas formas de las frondas verdes de mango y totumo, sus solares podados a la misma altura y el parque lleno de niños rubios con pantaloncitos cortos acompañados por sus madres, dominaban el paisaje del suburbio en el que residían los trabajadores extranjeros de la petrolera.


Aquileo sacó la Pathé, le enganchó el rollo y a hurtadillas hizo un registro desde la maraña, tomando los mejores ángulos para que se lograse ilustrar perfectamente la escena. De un lado, la incorregible tendencia a la perfección cómoda y fresca de los ricos y por otro lado, la pobreza del caserío asediado por los militares.


Bordeando la playa encontró a un grupo de bañistas totalmente desnudos a la deriva de un bacanal lleno de lujos y excesos; por cosas extrañas, Aquileo sentía que era el mismo hombre caimán espiando la carne desnuda de sus musas blancas y trigueñas que terminaron convirtiéndolo en una desafortunada leyenda y que ahora derrochaban las mieles de su sexo con sus amantes de turno, a propósito para que las espiara.


Esa escena sin pudor, irremediablemente ajena a la moral de estas tierras abrazadas a la fidelidad por encima de todo, al ingenuo amor y a la tediosa monogamia, era la excepción a la constante pobreza que arropaba las orillas. Sin dar aviso alguno se escucharon disparos, gritos enardecidos y el caos apoderándose de la tierra; los bañistas corriendo a esconderse y una masa enardecida rodeándolos para lincharlos.


La película era muy confusa y difícil de entender. Sucedían tantas cosas por esos días en el país que cualquiera de ellas podría haber sido el detonante de toda esa confusión de madre. Embargado por el miedo tomó su cámara y corrió entre los matorrales, pero no había a dónde ir, no existía un camino que no estuviera plagado de muerte; tanto escándalo y violencia no podía ser ocasionado por los libertinos europeos que a esa hora ya deberían ser historia.


En el ocaso del día, incendiaron los pozos, echó a arder la nueva sangre de occidente. De voz de un viejo radio encendido en la mitad de un solar, supo que el caudillo había sido asesinado y que muerta a su lado, también, había quedado la esperanza de sostener con Gaitán un encuentro.


Pero esa cita con la historia era inaplazable y entrados en gastos, lo mejor que podía hacer era salir a fijar el encuentro más real y expresivo de la naturaleza violenta del país, sembrada en una tierra tan próspera que, incluso, había dado sus mejores frutos. Gaitán ahora era el nuevo florero de Llorente de esta Nueva Granada Explosiva.

Nada más que resaltar en la oprobiosa orilla; en adelante lo que su hermosa Pathé europea pudo registrar fue la gran y afinada máquina de la muerte, el desafortunado y endémico rosario de cuentas sin saldar, el salmo y la novena de la estéril venganza acuñada en la naturaleza caliente de nuestra tierra.


El batallón recuperó en el transcurso de la noche el control de la zona. Las balas bendecidas y justicieras del Estado habían alejado la turba y esa mano oculta que siempre busca una higiene social en la alborada, entregó los cuerpos del delito al río, levantó las esculturas del horror empalizadas muy cerca de su orilla para demostrar el pulso firme de sus decisiones.


El amanecer, encontró a Aquileo tratando de fijar en la retina de la posteridad la imagen que mejor representase nuestra subjetiva y compulsiva obsesión por la guerra, madre de nuestra impresionante pobreza, de nuestra intangible ignorancia. Así llegó a las cabezas que eran brochetas exhibidas sobre burdas guaduas sembradas en el río de sangre. En ese preciso instante sintió el cañón caliente con el mal aliento del odio.


- ¡Carajo, maldito país de mierda!


Cuando le ordenaron que dejara de disparar la cámara, Aquileo hizo caso omiso y la redireccionó hacia su pelotón de fusilamiento.


- Comandante, soldado, lo que sea… No repare en hacer lo que tiene que hacer. Uno más uno menos… Eso no descuadra las cuentas.


Los tiros perforaron el cuerpo de Aquileo que cayó como un pesado bulto al suelo. La pathé tardó un poco más en desmayarse; ofreció más resistencia que su propio dueño quien hasta el último momento no pudo más que elogiarla y ver como no solamente moría él, sino una desafortunada era del cine colombiano que no dejó de ser silente a falta de equipos técnicos modernos, sino que perdió su voz a causa del atemorizado silencio que producían los hechos de aquella época oscura.