lunes, 2 de noviembre de 2009

MEMORIAS A 24 CUADROS POR SEGUNDO

DEL SILENCIO AL MUTISMO


El Magdalena estaba en llamas y Aquileo no dejó de rodar un solo momento, a pesar que el efectivo de la policía le había ordenado varias veces que dejara de hacerlo. Dos escenas intimidantes lo acechaban. A un lado, un cañón cuyo aliento caliente advertía que venía escupiendo flemáticamente muerte y por otro, decenas de cabezas sembradas y trinchadas en burdas guaduas sobre la ribera de Yondó el 10 de abril de 1948, un día después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.


¿Disparar o dejar de disparar? A eso se reducía la cuestión. Cualquiera de los dos atraparía el último instante de lo que estaba apuntando. Aquileo sonrió y tomó aliento porque sabía que su suerte no cambiaría a pesar de que detuviera su filmación. Estaba harto de que cada vez que algo acontecía en esta alejada esquina del mundo, todos corrían a esconderse y en esos tira y aflojes de la patria, se había decidido su suerte al lado de la del cine colombiano.


Bajo ese pálpito, su padre le había insistido muchísimos años atrás que el séptimo arte no era más que un circo proyectado sobre una pared y no un negocio serio para un hombre, cuya prominente familia había hecho su capital, con el sudor de la gente.

Sin éxito, Aquileo había tratado de comprar los estudios de los hermanos Di Domenico en 1928, un poco antes de que Cine Colombia los adquiriera y cerrara sus laboratorios para convertirse simplemente en una compañía de exhibición de películas extranjeras.


Durante 10 años corrió la suerte de engancharse con hombres de cine que se acercaban al país pasajeramente y en uno de tantos periplos conoció a Mesié Breton, de quien adquirió el gusto por las versátiles cámaras Pathé. Sobre 1938, los desastrosos andares del cine nacional a lomo de yegua, despeñaban las esperanzas de sus jinetes a quienes la mala fortuna les acompañaba en cada recodo de la patria y paraban en seco la producción nacional.


Aquileo rodó con muchos viajeros, pero sobre todo, rodó con la mala suerte de ver todos sus proyectos y aspiraciones detenidos. Cuando no era una guerra, eran los amigos de la moral y los enemigos de las extrañas cosas modernas que venían de Europa; cuando no era la política de escritorio bipartidista, era algún desastre natural o ladrones en la vía. Cualquier estafador, cualquier personaje típico un día en la tarde, quebró su determinación de capturarle el alma a su país.


Sin más novedad, ni otra excusa, decidió tomar el vapor hacia Barranquilla y posteriormente, fijó Nueva York como destino final. En el Queen Maryland recorrió la hermosa costa dorada del Caribe y en una noche de cabaret, de luces y terciopelo rojo, conoció a Miss Virginia, una bella cantante negra que parecía una sirena brillante sobre la sencilla escena y cuyo rostro se iluminaba con el rigor romántico de las películas de la época, al vaivén de las notas de la Big Band que desde la oscuridad la acompañaba.


Si la voz y el dramatismo de los gestos de Virginia, si su mirada trágica y el aire controlado que salía de sus labios, lo tuvieron perdido en el atlántico durante incontables lunas, su suave sexo de felpa, lo habría desviado aún más de su destino final y hecho desembarcar en New Orleans. Después de días dorados y de desbordada pasión pasajera, Aquileo terminó rendido a los pies del jazz y sumergido en el gospel de las desenfrenadas noches de magia negra y de la comida creol dentro de las que se incluía una extensa y exquisita carta de mujeres de sabores muy elaborados.


En the Canal Street recibió noticias de su amigo Alberto Santana que, de su propio puño y letra, le habría hecho saber que Al Son de las Guitarras, su película, ¡había sido terminada a pesar de todo! Sin dudarlo siquiera, Aquileo supo que como otros de sus amigos, Santana se quedaría con la satisfacción de haberlo hecho pero con la frustración de no poder enseñarla en ningún lado, como efectivamente sucedió. ¿Frente al contundente hecho del atraso para que regresar a Colombia? Cuando había una ciudad que la movía el hechizo de un carnaval eterno: escena perfecta para el cine.


Aquileo fundó su empresa Saint Magdalena´s Enterprise y rodó hasta que se quedó sin historias. Decidió tomar río arriba el Missisipi y retratar lo que la procesión de agua traía a su paso. En el gran vapor Dakota, la gigantesca casa de los placeres navegantes realizó, hasta entonces, su más grande proeza cinematográfica. Retrató el alma de un pueblo violentado por el poder y en ese descubrimiento, reflejado en los interminables brillos del agua en verano, volvió a encender su deseo más íntimo de capturar todos los alientos que vertían su respiración al río Magdalena desde su nacimiento. Una cita que a pesar de los percances deseaba cumplir.


México y Argentina estaban en la época dorada de su producción cinematográfica ¿No sería entonces un buen momento para hacer cine colombiano? Decidió correr el riesgo de rehacer las maletas, de acompañarse por su amada Pathé y para no perder su destino final, por culpa de los encajes que adornan los muros que resguardan la divina puerta del placer, se montó en un avión hasta Barranquilla.


El plan contemplaba, en principio, realizar un viaje río arriba y registrar su belleza exuberante y la naturaleza sangre de sus habitantes mestizos, en épocas en que todo parecía iba a cambiar y en que la mentalidad excesivamente conservadora del país, iba a salir debajo del púlpito para romper con los pálpitos paranoicos de las viejas generaciones que no podían ver a Colombia más que como una finca con parroquia.

La violencia ahora parecía uno de los caimanes agazapados bajo el agua y listos para salir en algún momento a asestar su golpe mortal. Era un riesgo que valía correr para retratar su sueño.


En Barranquilla, habló con Oswaldo Duperly, un empresario bogotano que era propietario de Ducrane films y que también recién había regresado de Estados Unidos para que se sumara a su empresa; aduciendo una grave situación económica como resultado de las inversiones que había tenido que hacer para sacar adelantes sus películas Allá en el Trapiche, Golpe de Gracia y Sendero de Luz rodadas entre 1943 y 1945, no se sumó a la idea.


Calvo Film Company también se hallaban lejos de compartir sus objetivos. Aquileo no tenía socios, pero entendió que era preferible quedar sin recursos a mitad del camino que dejar de cumplir su sueño; así que amparado y protegido únicamente por la lánguida ley Novena que había aprobado Alfonso López en 1942 y que promovía exenciones arancelarias y de impuestos para fomentar la producción, se lanzó al río con la esperanza de que, en algún vapor, podría encontrar dinero para finalizar su película.


Se lanzó a comerse ese trópico capaz de ablandar hasta una roca. Sus cálculos estimaban que arribaría a Bogotá a mediados de abril del 48 con la firme intención de registrar el congreso estudiantil que había sido convocado por Fidel Castro para protestar contra el intervencionismo americano y participar en el rodaje de Bambucos y Corazones y El sereno de Bogotá que adelantaría la productora Patria Films, reconocida por Allá en el Trapiche, y Antonia Santos.


Cuando el vapor Jiménez de Quesada, el barco más lujoso que surcaba el río, salió quedamente buscando la entraña del país, Aquileo había olvidado que los días en este calor podían llegar a durar diez veces más que a los que estaba acostumbrado y que en Colombia todo sucedía en cámara lenta. Que una hoja para caer repentinamente de un árbol, podía tardar siglos y que el calor era el principal aliado del anacronismo enfermizo de la nación. Repentinamente todo empezó a alongarse.


Del paso firme de las botas con las que caminaba el primer mundo, pasó a andar a la velocidad de las chancletas del subdesarrollo. En cada puerto alguien se quedaba, se devolvía, no podía continuar, alguien se robaba algo, botaba una parte del equipo, lo dañaba. Se desaparecía del horizonte el arribo a tiempo a Bogotá.


El epistolario de la excusas se convirtió en el evangelio de cada mes que se acercaba y que quedaba atrás como los pueblos en los que nadie se atrevía a atracar. Aquileo decidió seguir su camino en solitario. Era más fácil trabajar con los borrachos de New Orleans a pesar de todo; el presupuesto para todo un año, corría el grave peligro de acabarse en un tercio del tiempo. Eso lo bajó del barco literalmente y acompañado por burros se lanzó a conquistar las tierras pantanosas de la costa atlántica, a encontrar los brillos naturales de las ciénagas y los pueblos que difícilmente se podían apreciar desde primera clase.


Se encontró la entrañable miseria de los pobres, las aguas teñidas por los colores que habían dejado como herencia Bolívar y Santander en la construcción del primer pilar de la patria. Estrelló tantas veces como pudo con este emplasto resquebrajado sobre el que se erigió el gentilicio “colombianos”, tropezó con muertos y culpas en el camino, guardando siempre la esperanza de poder encontrarse a Gaitán en alguno de estos escenarios de ensueño, para registrar dos expresiones contradictorias en su rostro: la de admiración por la inequívoca perfección de la creación y la del terror que despertaba ver a los colombianos de estas latitudes, huyéndole a la barbarie de los cientos de perros de guerra regados entre la maleza para repartir muerte.


Las orillas eran azules o rojas, los muelles pedían un carnet que acreditará el color para ser o no bienvenido. El cuchillo ya había caído sobre esta gran naranja partiéndola en dos. Conforme pasaba el tiempo, el trabajo de Aquileo tomaba un tinte sagrado, sus búsquedas iban a paso lento pero por buen camino, como reza el refrán, a pesar de que había dejado tirados hasta los burros para desplazarse oculto por el monte.


El 9 de abril hacía un calor insoportable. Aquileo venía río arriba por la orilla antioqueña y arribó a Yondó hecho un pordiosero. Jalaba una especie de trineo en la que viajaban las cintas vírgenes y expuestas, la cámara, el trípode, la poca ropa que aún usaba y las provisiones que había decidido comprar para evitar todos los asentamientos humanos.


De golpe apareció un vecindario de casas europeas en la mitad del trópico, sus estrictas líneas desafiaban las asimétricas formas de las frondas verdes de mango y totumo, sus solares podados a la misma altura y el parque lleno de niños rubios con pantaloncitos cortos acompañados por sus madres, dominaban el paisaje del suburbio en el que residían los trabajadores extranjeros de la petrolera.


Aquileo sacó la Pathé, le enganchó el rollo y a hurtadillas hizo un registro desde la maraña, tomando los mejores ángulos para que se lograse ilustrar perfectamente la escena. De un lado, la incorregible tendencia a la perfección cómoda y fresca de los ricos y por otro lado, la pobreza del caserío asediado por los militares.


Bordeando la playa encontró a un grupo de bañistas totalmente desnudos a la deriva de un bacanal lleno de lujos y excesos; por cosas extrañas, Aquileo sentía que era el mismo hombre caimán espiando la carne desnuda de sus musas blancas y trigueñas que terminaron convirtiéndolo en una desafortunada leyenda y que ahora derrochaban las mieles de su sexo con sus amantes de turno, a propósito para que las espiara.


Esa escena sin pudor, irremediablemente ajena a la moral de estas tierras abrazadas a la fidelidad por encima de todo, al ingenuo amor y a la tediosa monogamia, era la excepción a la constante pobreza que arropaba las orillas. Sin dar aviso alguno se escucharon disparos, gritos enardecidos y el caos apoderándose de la tierra; los bañistas corriendo a esconderse y una masa enardecida rodeándolos para lincharlos.


La película era muy confusa y difícil de entender. Sucedían tantas cosas por esos días en el país que cualquiera de ellas podría haber sido el detonante de toda esa confusión de madre. Embargado por el miedo tomó su cámara y corrió entre los matorrales, pero no había a dónde ir, no existía un camino que no estuviera plagado de muerte; tanto escándalo y violencia no podía ser ocasionado por los libertinos europeos que a esa hora ya deberían ser historia.


En el ocaso del día, incendiaron los pozos, echó a arder la nueva sangre de occidente. De voz de un viejo radio encendido en la mitad de un solar, supo que el caudillo había sido asesinado y que muerta a su lado, también, había quedado la esperanza de sostener con Gaitán un encuentro.


Pero esa cita con la historia era inaplazable y entrados en gastos, lo mejor que podía hacer era salir a fijar el encuentro más real y expresivo de la naturaleza violenta del país, sembrada en una tierra tan próspera que, incluso, había dado sus mejores frutos. Gaitán ahora era el nuevo florero de Llorente de esta Nueva Granada Explosiva.

Nada más que resaltar en la oprobiosa orilla; en adelante lo que su hermosa Pathé europea pudo registrar fue la gran y afinada máquina de la muerte, el desafortunado y endémico rosario de cuentas sin saldar, el salmo y la novena de la estéril venganza acuñada en la naturaleza caliente de nuestra tierra.


El batallón recuperó en el transcurso de la noche el control de la zona. Las balas bendecidas y justicieras del Estado habían alejado la turba y esa mano oculta que siempre busca una higiene social en la alborada, entregó los cuerpos del delito al río, levantó las esculturas del horror empalizadas muy cerca de su orilla para demostrar el pulso firme de sus decisiones.


El amanecer, encontró a Aquileo tratando de fijar en la retina de la posteridad la imagen que mejor representase nuestra subjetiva y compulsiva obsesión por la guerra, madre de nuestra impresionante pobreza, de nuestra intangible ignorancia. Así llegó a las cabezas que eran brochetas exhibidas sobre burdas guaduas sembradas en el río de sangre. En ese preciso instante sintió el cañón caliente con el mal aliento del odio.


- ¡Carajo, maldito país de mierda!


Cuando le ordenaron que dejara de disparar la cámara, Aquileo hizo caso omiso y la redireccionó hacia su pelotón de fusilamiento.


- Comandante, soldado, lo que sea… No repare en hacer lo que tiene que hacer. Uno más uno menos… Eso no descuadra las cuentas.


Los tiros perforaron el cuerpo de Aquileo que cayó como un pesado bulto al suelo. La pathé tardó un poco más en desmayarse; ofreció más resistencia que su propio dueño quien hasta el último momento no pudo más que elogiarla y ver como no solamente moría él, sino una desafortunada era del cine colombiano que no dejó de ser silente a falta de equipos técnicos modernos, sino que perdió su voz a causa del atemorizado silencio que producían los hechos de aquella época oscura.


viernes, 25 de septiembre de 2009

FICCIONES

UN SUEÑO… UN DELIRIO.



Septiembre huía por las montañas alejándose del mar, evitando la muerte que lo acechaba en las costas como se lo había vaticinado una robusta hechicera antes de que los romanos lo encontraran hablando con la princesa Sol, en una de las habitaciones de su palacio en Constantinopla de donde había tenido que huir saltando como un gato por los tejados de la ciudad en contra de su voluntad. Los vientos del destino marcaban rutas diferentes para los dos y las cartas de navegación del futuro, apenas, confluían vagamente en confusos y lejanos puntos de encuentro. La suerte estaba echada desde la misma noche de luna llena en que se habían clavado fijamente sus miradas, en una alejada y elevada terraza desde la que el mar de mármara parecía un espejo infinito diseñado para que los dioses se miraran en el.

Desde entonces los días y las noches, habrían embadurnado el corazón vengador de Septiembre de las fragancias dulces del amor y de los finos aceites de una pasión agitada que no habría encontrado escenario para consumarse, dejando en el ambiente lánguidos y tórridos encuentros que no terminaban en nada más que suspiros y tímidos apretones de manos que a la final, se transformaron en grandes dudas en su objetivo final de llegar a Roma para acabar de raíz con el imperio que le había asediado desde niño, cuando se vio obligado a huir de Shangri La para vivir entre los pandas rojos y encontrar en Ibis, la leopardo de la Nieve, una madre cuyos pasos firmes y fuertes, iluminados por el incansable brillo de sus grandes ojos, lo habrían llevado hasta el otro lado de la tierra, en dónde Atila luego lo incorporaría a la legión de los Hunos, cuando lo encontró batallando solo contra nueve soldados romanos.

Atila vio en sus ojos el hirviente volcán que él mismo llevaba dentro y sin menos preciar la fuerza exagerada que se vertía en cada golpe con un profundo y poderoso odio contra el Imperio Romano, lo hizo uno de sus más fieros hombres en el frente de guerra, uno de sus allegados en el círculo del infierno dentro del que solían azotar el mundo entero sin que existiese fuerza suficiente para detenerlos. Cada uno perseguía su propia utopía y en las fogatas nocturnas anhelaban librar la batalla final contra sus propios demonios, a sabiendas que allí podrían morir con ellos su gloria.




Como en aquel entonces, antes de que el Rey de los Hunos lo encontrara, Septiembre vagaba por las montañas orientado por su instinto de supervivencia. Treinta lunas habían pasado ya de aquella abrupta salida de Constantinopla y mientras encaraba la huida con fiereza, sus turbios pensamientos empezaban a retumbar sobre su voluntad insurrecta y Sol, se apoderaba como un maleficio de las horas que se asemejaban a las eternas y frías noche sin fin de Siberia, plagadas de sueños y delirios, de repentinos encuentros frente a frente con la piel irrestrictamente dorada de la princesa y sus cabellos oscuros meciéndose con las ramas de los árboles, acompasados por esa mirada acechante que provenía de todas partes, despojándolo de la fortaleza que lo mantenía vivo, de la única forma que tenía para entender el mundo y sobrevivir como fiera salvaje dentro de el.

Septiembre se había convertido en un tigre agazapado y errático; confundido entre sus necesidades viscerales, no tenía el poder de obrar dentro del prudente silencio de cazador que aprendió de Ibis y que lo había inmortalizado como al Yeti en los profundos blancos del Himalaya. Sus visiones lo acercaban al canto de la costa en el hermoso cuerpo de la Princesa, pero su sensatez lo llevaba a cuestas hacia los picos de la cordillera en busca de la voz más profunda, en busca de la sabiduría de la madre Leopardo para dominar el monstruoso monzón que lo estaba devastando por dentro, a pesar de que el venerado gato blanco estaba tan lejano como la propia posibilidad de salir vivo de la trampa mortal que lo estaba asfixiando, tenía la plena certeza de que lo encontraría esperándolo.



De pronto sus fuerzas desaparecieron y ya no pudo ir hacia ningún lado; en el medio de la tensión cayó dormido en sueño profundo y peregrino. Como un vampiro al borde del anochecer se lanzó en vuelo sobre los montes taciturnos y descendió buscando el eterno atardecer que veía en los ojos de Sol irrumpiendo dentro de su habitación. La encontró durmiendo profundamente en medio de una estancia llena de alfombras, flores y lujos, inexpugnablemente bella, separada de todo lo humano. Así que antes de acariciarla, de dañar esta escena divina con sus burdas manos, se transformó en leopardo y se echó sobre el tapete, ahincando sus ojos en la escena, apresando esta imagen para la eternidad, atrapando el fuego de aquel cuerpo abandonado a cualquier juego, sobre el que se abalanzaría como perfume, para reducir todo su aire y estrechar su piel junto a la de ella, y luego fagocitarla con la ternura propia de un caníbal.

Al final de muchos sueños conciliados en la alfombra o sentado en el marco de la ventana, pudo ver el despertar radiante de Sol echa primavera, luego de un largo ayuno, con una sonrisa cómplice y completamente consciente de que Septiembre la espiaba pacientemente. Así que, ella se levantó y a su paso todo se fue transformando en un amplio campo de trigo, sobre el cual sus manos hacían danzar las espigas y en el que fueron cayendo sus vestimentas hasta quedar completamente desnuda como la arena de la playa.

Era armoniosa como el arpa que solía amenizar las tardes de prosa, etérea como el agua, incierta como el viento, brillante como su mismo nombre. Perfecta como la rueda del destino. Mientras Septiembre la veía, recordó el día en que, por primera vez, se se sentaron a la mesa. Ella lo espiaba a hurtadillas con gran interés, mientras él trataba de seguir al pie de la letra el complejo protocolo que dictaba la ocasión a todos sus comensales. Esa misma noche apartados de la fiesta, Sol sin guardar distancias ni reparos, confrontó abiertamente a Septiembre en una alejada terraza, y sin el mínimo rezago de duda le hizo saber que él no era el alto dignatario que decía ser y que sus verdaderas intensiones se anteponían entre lo que representaba y lo que realmente era.

- Si así lo quisiera usted, sería carne para los leones.
- Y por qué pensar que no voy a serlo.
- Porque leo el destino en los ojos de los otros y a juzgar por los indicios de dolor que hay en su mirada, creo que es carne para paladares más exquisitos.
- Si quisiera, podría clavarle una sica en el cuello antes de que pudiera parpadear.
- Si hubiese querido hacerlo nos habría matado a todos en la mesa sin necesitarla. ¿Por qué no lo hizo? Eso es algo que me gustaría saber. Pero para beneficio de esta conversación y para su tranquilidad no diré nada. ¿Por qué? No diré nada.

Septiembre quedó sumido en un prolongado mutismo, en una marejada de frustrado odio, sin la capacidad de ejecutar a la princesa en un solo movimiento; Sol simplemente le dio a la espalda y, como si se conociesen de toda la vida, le contó con soltura lo que había sido su niñez frente a los regimientos de soldados que tenía a cargo su padre y el sumario de largos viajes en los que se había desenvuelto el resto de su vida antes de llegar a Tracia. Septiembre descubrió la rúbrica imperceptible de la confianza que no había encontrado en ningún otro romano.
De aquella noche a la siguiente y en lo sucesivo, las charlas entre los jardines y los paseos del palacio se hicieron continuas y como una novela por capítulos, Septiembre le contó toda su vida. Ella escuchaba atenta una y otra vez las historias de Shangri La y desde entonces quiso poder conocer lo que para el antiguo mundo era un completo misterio: la existencia de un país que como la Atlantida hacía parte de las leyendas. Sol sentía una irresistible atracción y Septiembre le correspondía guardando las distancias y las fronteras que la misma suerte les había puesto, a pesar que desde su primer encuentro habían sobrevivido al lazo de provocación que los llevaba atados peligrosamente en medio de un imperio que no dejaba de verlos con desconfianza y que desde el mismo principio, habría podido terminar en una noche de sexo salvaje en cualquier rincón de la hermosa Constantinopla.

Todo eso pasó por sus ojos en fracción de segundos. Ahora, las miradas se cruzaban en un baile sosegado, sin reparos yendo más allá de la desnudez física, encontrando los elementos para atizar el fuego que con dificultad se mantenía controlado entre los dos. Se acercaron aliento contra aliento, desprovistos de los temores que los acechaban por los pasillos y se lanzaron como gatos acariciándose con sus propios cuerpos, lamiéndose con ternura, acicalándose sobre el suelo como dos pequeños cachorros encantados por la presencia del otro.

Se lanzaron a atravesar la noche, treparon por las ramas altas de los viejos árboles que señalaban el camino hacia una montaña rodeada por grandes espejos, milenarios glaciales que protegían a la gran ciudad sagrada de Shangri La. Se sumergieron en las aguas de los estanques termales y como un par de serpientes se anudaron fuertemente al punto de la muerte. Se hicieron vapor de agua, fragancia de naturaleza fuerte y salvaje, fuego azul del Himalaya, estrellas en el cielo claro e irreal del techo del planeta. Dando botes por las escaleras cayeron sobre una gran plazoleta en dónde Ibis se bañaba los bigotes con saliva.

Ibis rodeo a Sol y la olisqueó sin afán, la empujó con su cabeza hacia uno de los extremos del lugar y la llevó a un risco desde donde el día nacía, tratando de insinuarle que lo que vería allí sería el nuevo amanecer de una nueva época. La luz radiante se apoderó de todo; Ibis lamió sus cuerpos extensamente y les dio de beber de su leche, tal cuál como Luperca lo había hecho con Remo y Rómulo, fundando en un nuevo rito los dos pilares de la nueva raza que reinaría y liberaría al Shangri La de los excesos que, desde el Lacio, se habían apoderado de todo el mundo. Cuando la tibia Leche dejó de correr y Sol y Septiembre habían saciado su apetito, tomó la delantera y le indicó a su aprendiz que debía seguirle. Sol intentó hacer lo mismo pero con un gruñido intimidante la detuvo y la obligó a partir en dirección contraria.

La Diosa Fortuna ya había designado el futuro. Ibis se ratificaba sobre el profundo hecho que tienen los acontecimientos dentro del tiempo lineal de los hombres. Nada sucedería arbitrariamente y probablemente, ese poder superior a los dos, era el que siempre se habría encargado de mantener sus verdaderos deseos en la penumbra con una firmeza que excedía toda voluntad humana e inexplicablemente no los abandonaba ni en sus sueños.

Ahora todo era más confuso, habrían conjurado un pacto casi filial, una boda de leche que los sumía en un limbo mayor y doloroso; cada quien debería marchar por su lado. El uno, desterrado por las montañas… el otro, deslizándose errantemente sobre las aguas del Mediterráneo, cuyo oráculo advertía la persecución y la muerte para Sol por su traición. Ninguno podría intervenir en el destino del otro, cada quién debería superar las vicisitudes para probablemente volverse a cruzar en un recodo del futuro que no era garantía de absolutamente nada, ni un sendero hacia la pasión, ni mucho menos hacia el amor. Habría que esperar las próximas instrucciones del destino y dormir por muchas noches sosteniendo ese mismo sueño relamido que terminó convirtiéndose en delirio.

Procto encontró a Septiembre después de tres meses de afanadas búsquedas por las escarpadas y caprichosas montañas Rodope de la vieja Tracia. Estaba tirado y delirante al borde de un camino y custodiado por tres grandes leopardos blancos. Lo encontró justo, cuando los susurros de la muerte y de los espíritus complicaban el rastreo, pero sobre todo cuando su propia voz desesperanzada, clamaba a gritos salir de la misma garganta del diablo.

Los Romanos habían decidido incendiar cada palmo de los montes para deshacerse de Septiembre, cerrar cada camino, cada vereda para detener los designios del tiempo; era un verdadero milagro encontrarlo allí a expensa de todo. Los grandes gatos se levantaron y pronto tomaron camino hacia la cúspide. Sin darse tiempo, Procto se echó en hombros a Septiembre para buscar un lugar en dónde guarnecerse y esperar la noche para emprender la huida hacia el campamento en dónde hasta el propio Atila lo estaba esperando.
Septiembre abrió con dificultad los ojos y vio a Procto. Le sonrió.

- ¿Y Sol?
- No es momento para hablar de nada.

Cuando emprendían su camino hacia el bosque, nuevamente pudo escuchar el arrullo de los cabellos de Sol mecidos por el viento y en la lejanía pudo verla. ¿Qué era lo que los unía y mantenía entre el cielo y el infierno? Ella sin titubear le respondió: ¨La tentación y el deseo¨.

Luego despareció como en el sueño, pero ahora convertida en delirio.



VERSOS VERSUS 2


PREGUNTAS. Juan Gelman

"Lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra" dijeron

las Seis Enfermeras Locas del Pickapoon Hospital de Carolina

mientras movían sus pechos con una

dulzura tan parecida a Dios

¿y si Dios fuera una mujer? alguno dijo
¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno

¿y si Dios moviera los pechos dulcemente? dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

Corrían rumores acerca de las Seis
las habían visto salir de hospedajes sospechosos con una mirada triste

en la boca

las habían visto en una cama del Bat Hotel

las habían visto fornicando con sastres, zapateros, carniceros de toda

Pickapoon

¿y acaso Dios no sale de los hospedajes con una mirada triste

en la boca? alguno dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

¡Tetas de Dios! ¡Blancos muslos de Dios! ¡Lechosos! Dijo

¡Leche de Dios! gritaba por los techos de toda la ciudad

así que lo quemaron
hicieron una hoguera alta al pie de la colina del Este
y también quemaron a las Seis Enfemeras Locas de Pickapoon

todas eran rubias y cada día habían visto a la muerte trabajar.

Eso es todo

Así acaban con los temblores mortales e inmortales en Carolina

y otros sitios de Dios

¿y si Dios fuera una mujer?

¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno.

lunes, 21 de septiembre de 2009

LA OTRA VERSIÓN

EL JUEGO DE LA VISPERA.
UNA TARDE DE CONTRADICTORIOS RECUERDOS
(Primera entrega)

Aquel diciembre de 1997 los habitantes de la Aurora se habían volcado sobre sus calles en una indescifrable felicidad que no podía compartir el resto de Bogotá. Por esos días de verano capitalino, soleados y avasallados por la brisa fría, los malos olores de Doña Juana empezaban a expirar, las gripas a abandonar las calles del barrio y el rumor agigantado de que el nuevo presidente de la República sería Andrés Pastrana, era el tema de discusión en los cafés del barrio. Baldobino, el más viejo de los bohemios auroreños, se resistía a creer que la Aurora estuviese dispuesta a apoyar la candidatura del hijo de quién, precisamente, los había cortado de raíz toda posibilidad de obtener una casa propia. En años el barrio estaba, por primera vez, dividido políticamente a causa de la ausencia de nuevos líderes que encerraran la filosofía primigenia con la cual, el vecindario, se había prendido en las faldas de la loma, contra los designios de Dios, de la policía y de muchos desalojos ordenados por múltiples calanchines de turno.

Sin embargo, predominaba el optimismo; y no era por el pago de la prima decembrina, ni a las fiestas de final de año; ni siquiera al reencuentro de unos y otros tras el largo paso del deshojado calendario de ese infame 1997 que estaba a punto de culminar. Tanta gente pintando los andenes, como botellas de cerveza regadas sobre el pavimento, sólo podía tener una explicación patentada en la cotidianidad de una comunidad como la auroreña: El Fútbol, aclarando, eso si, que no se trataba por el apabullante triunfo del América de Cali en un campeonato de 18 tortuosos meses y con más vueltas que la montaña rusa del Salitre Mágico, ni por el mundial del siguiente año.

Todo era producto de la victoria del equipo local en todos los campeonatos en los cuales había sido inscrito y por la reciente invitación a competir en el Hexagonal del Olaya Herrera, gracias a su magnifico cuadro de triunfos –cuatro trofeos en total-, y a raíz de una serie de fraudes e irregularidades que dejaron por fuera a uno de los equipos de este tradicional torneo del sur de Bogotá. La sonrisa esquiva de la suerte por fin estaba de lado de la Aurora y mientras la injusticia partía de giro a otro barrio de la localidad, para ratificarse en la conciencia de los pobres como su propiedad inajenable en el extenso margen de sus sumisos y católicos días, las discusiones políticas apenas eran una lágrima en mitad de una gran carcajada. Sólo había tiempo para hablar de ese maldito deporte de 22 pelotas de carne, corriendo detrás de otra más grande y de cuero.

En las cantinas se recordaba con un singular espíritu estoico, como si el tema de conversación fuese el propio siglo de oro de Pericles, el valor poético del juego trazado a pincel, a contraluz sobre el fino vidrio del césped; de un buen juego sostenido por un sistema de defensa que se desdoblaba y salía al ataque en bloque.

Quién iba a pensar que un sistema de defensa bien plantada podía ser el trasnocho de la mafia futbolera de la capital, genuflexa frente a la técnica y táctica del “Super Deportivo La Aurora Fútbol Club Drogas la 40 Sur”. Faltando apenas una fecha para culminar el hexagonal, era la escuadra más opcionada para obtener el título. – ¡Ignominia!- gritaban encerrados en sus oficinas los patriarcas del fútbol.

Para don Víctor Martínez, propietario del equipo, significaba el mayor logro de su vida y la inscripción de su nombre en los libros de la historia deportiva de la capital como el hombre que a punto de esfuerzos anónimos, había logrado poner en vergüenza el patético discurso futbolístico de Bogotá.

A “Martinitos”, como le decían de cariño en el barrio, no dejaba de preocuparle las condiciones en contra con las cuales su equipo llegaba al último encuentro. A Seguros Franco le bastaba el empate para colgarse la medalla; al Super Depor solo le servía ganar, pues así llegaba a tener los mismos puntos de su adversario y con una cuota de tres goles, se evitaba el engorroso trámite de tiempos suplementarios, muerte súbita y hasta penaltis. Como cabeza de club se veía obligado a no demostrar su ansiedad y en la tarde, cuando ofreciera el asado en la cancha de la Aurora, debería verse seguro, lozano, rozagante y sonriente. Mientras observaba el despejado cielo, sacó de su escritorio una botella de antioqueño y a punta de tragos se dejó embargar por sus recuerdos.

Como jinete cabalgando en la lluvia se desvaneció dentro de su propia soledad y recorrió cada una de las empobrecidas esquinas auroreñas. Hizo una larga pausa en medio del aguacero de granizos aplomados que caía cuando llegó a Bogotá con una maleta miserable, escapando de tanta bala cruzada y zigzagueante que resquebrajaba madera, asesinaba esperanzas, sin orden ni ley en un lejano pueblo de los llanos orientales, por sus supuestos vínculos con la guerrilla.

En 1974, diez años después, su puesto en la plaza de mercado le dio un rubro extra para sobrevivir con algunos modestos lujos. Por ellos llegó doña Carmen a brazos de Martinitos y por ella, Martinitos, se empezó a amañar menos en la casa y a desviar algunos de esos dineros para realizar uno de sus grandes sueños: crear su propio equipo de fútbol, “Las Estrellas de la Aurora”.

La recordaba porque aquella escuadra, de todas las demás, había sido la mejor hasta ahora. Si el equipo actual era comparado con el Brasil que jugaría el siguiente mundial, el de entonces tenía un estilo similar de juego al del Perú de Cubillas y compañía. –Sin lugar a dudas habríamos sido campeones- pensó Martinitos mientras se apretaba un guaro entre pecho y espalda. Aquella época fue tan gloriosa por los logros como los percances; ello hacía de esa fotografía antigua una valiosa reliquia en la que se destacaban los añejos domingos de fútbol y en los que el equipo tenía que aplazar sus partidos para patear los gases lacrimógenos de los policías empeñados en desalojarlos de los predios que, con sagacidad, habían sido vendidos en diligencias ficticias por políticos corruptos. Ni las continuas furruscas lograron diezmar el triunfo del equipo que, en ocasiones, se veía obligado a jugar hasta tres encuentros en una misma fecha.

Sólo el incidente sucedido en la cancha de la Estrella en Ciudad Bolívar detuvo el sueño de la Aurora… en uno de sus tragos más amargos. Ese domingo soleado, tan alegre como el de hoy y también a punto de conseguir el trofeo del campeonato del sur, se jugó el encuentro más intenso y el último de aquella escuadra.

Entre el jolgorio de la gente de la calle y el radiecito afónico de su oficina, le pareció estar viendo como un grupo de muchachos armados ingresó al campo de juego y asesinó a Rafael García y a Edmundo Guerrero, ambos volantes de contención, a la vez que amenazaban a todo el equipo y les daban 24 horas para abandonar la ciudad. Les sindicaron de ser guerrilleros y unos cuantos años después, sin ser esclarecidos los hechos, Martinitos se enteró que el crimen había sido ordenado por la policía y cometido por un recién formado escuadrón de la muerte que azotó y aterrorizó las goteras de la ciudad.

Martinitos cerró su escuela de fútbol en lo que restó de la década. Abatido por los hechos, se convirtió en el padrino de La Aurora y cansado de llevar una vida recta, ejemplar, en últimas de tonto, optó por sumarse al listado de personas involucradas en la vida ilícita del país. Transportando en su camión marihuana camuflada, amasó un capital para comprar armas. –Si los tombos entrenan, acompañan y brindan la logística a sus grupos de muerte, porque no he de hacer lo mismo para protegerme a mi y al barrio- sentenció como gendarme de cara al campo de batalla y formó su propio ejercito para cobrar venganza por lo acontecido en el campo de fútbol de La Estrella.

El Ejercito de Martinitos mató a los quince homicidas en una operación exacta en la cual hubo tiempo para hacer un breve juicio, una plegaría y unas últimas palabras por parte de los recién idos.

Aunque su nombre se hallaba completamente desvinculado de esa estela de violencia, todos sabían que detrás de los hechos se encontraba su mano. Por esos días se fijo la meta, a corto plazo, de que el barrio debería marchar hacia el progreso y como lo enunciara el ex presidente Monroe, Martinitos en una de las esquinas del barrio afirmó: "La Aurora para los auroreños". Cosa que no trascendió de ser una frase célebre, apenas un decir, porque el barrio se convirtió en un territorio de nuevos inmigrantes llegando aterrorizados por el exceso de plomo en la dieta diaria.

En un examen de conciencia tardío, sobre 1989, cuando vio que su modelo de progreso trajo consigo la descomposición social de la comunidad y los vicios del dinero fácil, consciente de que el negocio de las drogas se hacía más industrial y menos artesanal, vaticinando la caída de los grandes capos, decidió poner fin a sus actividades ilícitas y blanquear todos los activos en una modesta cadena de 350 droguerías y otros negocios de los cuales no tengo conocimiento. Se decía por entonces que Martinitos era un colaborador de varias "causas justas en el mundo", ¡vaya usted a saber! De todos modos, su actividad central era la venta de farmacéuticos. A nivel genérico, seguía trabajando en un negocio de su gusto.

Durante todo el año, impulsó una serie de asesinatos selectivos para limpiar el barrio y refundo su escuela de fútbol con el firme propósito de crear una nueva estructura social y un entorno sano para que la comunidad, y sobre todo la juventud, volviera a agruparse en un ambiente saludable. El proyecto funcionó a cabalidad; todos los jíbaros y viciosos del barrio desaparecieron. O por lo menos se escondieron.

Apenas en 1997, aparecía un equipo completamente integrado por habitantes del barrio y capaz de compararse a la artística escuadra de "Las Estrellas de la Aurora". Los últimos recuerdos del momento lo llevaban y traían al 74, a las gambetas del "Calvo" Marín, a los disparos de misil de Gutiérrez, al juego pausado e inteligente del puntero izquierdo, el flaco Castellanos, a los desbordes tipo tren bala de Antonio Rodríguez, a la muerte de los volantes de contención y finalmente, a la pareja de defensas centrales, compuesta por el Negro Ramírez y el Calidoso Robles, quién días después del incidente de la Estrella, lo vieron partir con una mochila al hombro, un par de discos y una caja de libros hacia la montaña, con la mirada perdida en el horizonte.

Muchos aún afirman que se drogó y sin control de sí, salió en busca de la muerte; personas más místicas como Doña Barbarita, mano derecha del cura Gómez, justificaron su desaparición como respuesta a la muerte de sus amigos de tertulias interminables, abandonando la ciudad como una criatura errante hacía sus goteras, en donde murió de pena moral y se convirtió en un ángel extraviado del cielo que transita con un par de discos, una caja de libros y su morral por los desfiladeros de Ciudad Bolívar en noches de extrema penumbra.

- ¡Qué tipo de cuento es ese, mijo! ¿Quién ha dicho que un ángel carga esas... Dios me perdone, huevonadas consigo mismo? - Afirma enérgica Doña Barbarita, salida de sus vestiduras-

- ¡Doña Bárbara, carajo!, no sea obscena y no juegue con los designios de Dios. - Le respondo con enérgico convencimiento para demostrarle que los purismos religiosos están mandados a recoger y que a la imagen. - ¡Hágame el favor vuelva y persígnese! - del Milagroso o Calidoso Robles debe gozar de unas características más poéticas, más cercanas al rock en español. La vieja se ríe, ordena un guaro y responde:

- ¡Hágame el favor!

Se arma la de Troya y la señora pierde toda vocación espiritual. Se desafana de todo el mal léxico que conoce y arremete, sin importar nada, contra mi madre. Me corretea por el café y todo el corrillo no hace más que reír. Alcanza a atraparme por el cuello y cuando está a punto de agarrarme a chamizo, aparece Don Baldobino su esposo y la detiene

- Mujer, ¿qué está haciendo?
- Sacándole a este el demonio de su cuerpo.

El viejo ríe y esto enerva a la mujer a tal punto que queda completamente quieta.

- Y eso sumerce, ¿cómo es que usted sabe que el muchacho tiene al diablo adentro?

- ¡Como lo he sabido toda la vida! A punta de fe.

El viejo ríe nuevamente. Su carcajada retumba por los rincones del café y luego de rascarse los ojos le pregunta a qué obedece su furia y todo ese espectáculo en el cual está sumergida. Doña Barbarita le explica.

- ¡Ajajajaja! Ese hombre, no es ni mucho menos un santo. Ese pobre muchacho es la víctima de los Chulavitas, del señor padre del viejo este del Pastrana. No sea ignorante y atrevida.

Por primera vez, creo que su berraca jodedera con lo del cuento de la política es aceptable. Los dos viejos se quedan alegando. Los parroquialismos y eufemismos políticos de los que no se ha podido sacudir esta patria. Yo parto corriendo, no sin antes picarle el ojo a Yamilita, con mi cuento a medias, porque nunca me lo dejan acabar de contar y me encierro en el cuarto, para reconstruir, de la manera más objetiva que me sea posible, esta historia de fútbol de mi barrio sin delirar, pero sin dejar de lado la pasión que el fútbol despierta en cada uno de nosotros.