sábado, 24 de julio de 2010

Hechos de Cine.

Se proyectan los recuerdos del siglo XX en una sola película llena de historias acontecidas en las esquinas de Bogotá: El final de la guerra de los 1000 días, la pérdida del canal de Panamá, las grandes obras públicas, el bogotazo y la particularidad de los 80 que terminaron en resonantes disparos en el marco de la Plaza de Bolívar.


Bogotá a principios del S XX, era una pequeña y parroquial ciudad de 100.000 habitantes, golpeada anímicamente por la guerra de los mil días y por la pérdida de Panamá que había dejado en los huesos la dignidad patria. Entre 1904 y 1909 se restituyó la legalidad al liberalismo y el presidente Rafael Reyes buscó realizar un gobierno nacional, a pesar de que atentados como el que sufrió al lado de su hija Sofía de camino a Chapinero, mantenían a la ciudad y al país al borde de la guerra.

El primer pago efectuado por Estados Unidos para conseguir en definitiva la separación de Panamá, hizo que lánguidamente la capital empezará a crecer, aunque parte de esos dineros se desviaran mágicamente hacia los bolsillos de un reducido y selecto público de primera fila y por lo que bogotanos como el estudiante Ernesto Bravo salieran a protestar encontrando la muerte, encendiendo el polvorín de la inconformidad de obreros y estudiantes que por poco le cuestan la dimisión al presidente Miguel Abadía Méndez.

En 1936 la ciudad vivía una gran etapa de transformaciones. Jorge Eliecer Gaitán, su alcalde, adelantó profundas reformas sociales. En 1938 terminó las obras del acueducto y construyó importantes escenarios que con motivo del cuarto centenario de la fundación de Bogotá, fueron sede de los Juegos Bolivarianos.

Sin embargo en 1946, perdería las elecciones frente a Laureano Gómez y dos años después, mientras se celebraba la Novena Conferencia Panamericana en la que se creó la Organización de los Estados Americanos, el 9 de abril de 1948, sería asesinado y la frustración de un pueblo enfurecid, enterraría, a su vez, la Bogotá colonial y republicana de aquella época bajo la lápida del Bogotazo, retada a resurgir y a renovarse de sus propias cenizas.

El primer aparte de este capítulo nos lleva a una ciudad que creció por migrantes huyendo de la violencia descontrolada de una nación sin orden público, gracias a la que se justificó el golpe de Estado que el General Gustavo Rojas Pinilla le propinó a Laureano Gómez el 13 de junio de 1953.

En 1954 llegaba una vez más la represión contra los estudiantes, antecediendo el fin de los días del general en el poder. Alberto Lleras y Laureano Gómez firmaban la creación del frente Nacional, con el propósito de poner fin a la violencia bipartidista que azotaba al país, mientras se repartían el poder en partes iguales, dando pie al clientelismo moderno, pletórico en concesiones y abundante en corrupción.

En 1968 Paulo VI, llegaría a refrescar como bálsamo a la ciudad, así fuera de paso, en época de desmesurado crecimiento.

En 1970 el general Rojas perdió las elecciones frente a Misael Pastrana Borrero. Impregnadas de aroma a fraude quedaron las esquinas citadinas, en las que empezaron a aparecer extraños carteles que daban cuenta del nacimiento del M-19 en el seno del inconformismo de una buena parte del país. Un discurso revolucionario traducido en el simbolismo de actos temerarios como el robo de la espada de Bolívar en el 74, el hurto de las armas del cantón norte, y la toma de la embajada de la República Dominicana en 1980 donde secuestraron a diplomáticos de numerosos países que conmemoraban la fecha de independencia de ese país.

En 1984 la sangre de Rodrigo Lara Bonilla se convirtió en el tatuaje pueril del macabro narcotráfico en bonanza, de abundante sicariato y métodos explosivos que dieron vida a nuevos mercenarios de guerra, en la disputa del poder de los carteles, en la época dorada de la corrupción, en la semilla próspera de las autodefensas, en la extradición que dejó muertos regados a lo ancho y largo del país.

La demencial toma al palacio de justicia el 6 de noviembre de 1986 fue la advertencia de que el delgado hilo de la cordura colombiana dependía de diálogos de paz como única salida a una violencia agazapada, pero más brutal que la del cráter arenas que, 8 días después, sepultó a Armero en el fango a pesar de las señales y las advertencias.

Un rosario de valiosos hombres cayó sobre el frío piso bogotano sin poder aportar sus saberes a la patria: Jaime Pardo Leal, Bernardo Jaramillo Ossa, Luis Carlos Galán Sarmiento encabezando la interminable lista escrita por las manos de las oscuras fuerzas que todo lo ordena a partir de la violencia.

La séptima papeleta daría vida a la constituyente de 1991 desde donde se proyectó el nuevo país del siglo XXI, a pesar de tener por inquilinos a los mismos vicios de fondo. Cambios en el rostro de esta nación, imágenes que, como palomas, nos transportan al vuelo sobre la historia, gracias a nuestro invaluable patrimonio audiovisual.

100 AÑOS DE PASATIEMPOS

¡Bogotá al instante! Lo invitamos a descubrir los diversos pasatiempos de los capitalinos a través de la historia. No deje de ver los excéntricos espectáculos de circo, las refinadas carreras de caballos, los carnavales estudiantiles, los paseos y películas que cautivaron públicos de todas las edades. en este magazín llamado. Bogotá una historia para contar.

Al despuntar el siglo XX la mayor de las aficiones eran los toros, un espectáculo que se desarrollaba en los circos rutilantes, de los cuales en 1906 había cinco. Los modales del respetado público dejaban mucho que desear, sobre todo si la corrida era mala.

Si pasamos la página de este magazín descubriremos que para el primer centenario de la independencia, varias calles fueron iluminadas especialmente y se realizaron diversos actos culturales y se celebró el carnaval inspirado en las fiestas de carnestolencia de Venecia.

En la década del veinte apareció el boxeo como una diversión novedosa y el cinematógrafo conquistó un espacio definitivo entre los capitalinos. El cine: una alucinación mágica proyectada sobre la pared blanca, del Teatro Olimpia, del Bogotá, del Municipal, del Caldas de Chapinero.

Los estudiantes… ah los estudiantes! Ellos fueron los autores de los carnavales y marchas de otros tiempos, de aquellos en los que las mujeres empezaban a tener una activa presencia en todos los órdenes de la vida cotidiana.

En la célebre "Cigarra" en la carrera séptima con calle 14, famoso local fundado en 1920, los contertulios de toda la ciudad asistían a duelos y encuentros de retorica de cuanto tema se manejaba en las calles, confinándose en largas horas de verborrea.

En los patios centrales, algunas damas leían la revista El Gráfico, que ilustraba sus crónicas con fotografías de la moda europea y que tímidamente fueron reemplazando las viejas formas de vestirse, que se alejaban del hábito y se aproximaban a las tentadoras prendas modernas.

Se jugaba cartas en las casa de familia, se contrataban músicos para bailar un los salones, se paseaba en coche por la sabana y los domingos por el Centenario para tomarse una foto. Pero la vida provinciana cambió radicalmente en 1929 con la fundación de La Voz de la Víctor que junto a La Voz de Bogotá llevarían las noticias, el tango, el foxtrot y las rancheras a los novedosos radios y radiolas de tubos al vacío.

En los treinta y cuarenta surgieron salones para la práctica de los bolos, como La Bella Suiza, El Bolo de la 32, el Bolo San Francisco, y el "Tout Va Bien". En La Media Torta se congregaban familias enteras a comer los fines de semana y el Salto de Tequendama seguía constituyéndose como el lugar de los "piquetes" y el de los suicidios por decepciones amorosas.
En los 30 el Hipódromo de la 53, fue el principal escenario equino de un éxito absoluto por su ubicación y sus majestuosos espectáculos. Los apostadores encontraron la excusa para congregarse y llegar a obtener la escandalosa cifra de $45.000 como bolsa de premios.

Gardel y muchos otros artistas pasaron por Bogotá. Los grandes deportistas de la época llenaron de espectáculo escenarios como el estadio Nemesio Camacho, el Campín o el Alfonso López.

Pero si definitivamente, buscamos la principal entretención de los bogotanos, podría mencionarse en primer lugar su asistencia a las ceremonias de posesión de los presidentes de la República.

En 1949 se jugó el segundo torneo de fútbol colombiano cambiando los gritos de dolor y rabia del bogotazo por los de júbilo y gloria del deporte.

Cuando la televisión llegó a la ciudad en 1954, el entretenimiento cambió. La caja mágica trajo a casa el teleteatro, los concursos en directo; vio crecer una sepa de nuevos ídolos. La sociedad empezó a cambiar su mentalidad y posición alrededor del mundo que la rodeaba.

Veloces competencias de carros atravesaron las vías cercanas de la ciudad. La vuelta a Colombia pasó batallando contra todas las vicisitudes, y se coronó como el deporte nacional. Los cafés se tomaron el centro de la capital y desde los cincuenta, el ascenso y consolidación de la clase media con sus nuevas costumbres, así como la mayor presencia de la juventud en la escena pública abrieron aun más la oferta del quehacer cotidiano en Bogotá.

Y mientras familias enteras se sosegaban viendo salir los aviones del dorado con sus respectivos piquetes, la moda del Rock and Roll y el twist de "La Nueva Ola", trajeron a los hippies llenos de paz y amor a Chapinero, rodeados por un discurso pacífico que en los setenta se hizo más político y retórico, aunque el disco y la salsa dura inundaron los principales locales de rumba nocturna.

Los ochenta serían la época de grandes eventos. El Concierto de conciertos refrescaría la escena en el auge del rock en español, los pedalazos de Lucho Herrera conquistaban los alpes europeos, la proliferación de las pizzerías y los raros peinados nuevos marcarían años plagados de nuevas alternativas de diversión como los salones de máquinas electrónicas y las ciclovías que abrieron el camino a los noventa, a la década de las renovaciones públicas. A los últimos pies de la película del siglo XX, cuyos créditos finales nos recuerdan la importancia de la memoria audiovisual, del importante valor de este patrimonio nacional.

TRES ESTACIONES

Bogotá inicia a principios del siglo XX su viaje hacia la modernidad urbana jalada por mulas de tranvía que poco a poco fueron uniendo cada parte de esta ciudad en un solo cuerpo. Santa Fe, Teusaquillo y Chapinero fueron la partitura inicial de la capital registrada en miles de fotogramas.

Santa Fe.

Sobre los ondulados terrenos a los pies de los cerros orientales se levantó el rostro colonial de grandes casonas blancas, tejas de barro, marcos de madera y frescos patios que se fueron multiplicando alrededor de la Plaza Mayor: Ombligo del cuerpo cuadriculado de la ciudad, lugar en dónde estaba el comercio, los bancos y por supuesto las chicherías que daban pie a los pasatiempos y vicios propios de ciudad. En homenaje a Granada, España, de la que era oriundo don Gonzalo Jiménez de Quesada, recibió su nombre de pila.

A la vuelta de la esquina de la carrera séptima con once, estaba a punto de doblar la primera centuria del grito de independencia, siendo un desdeño total no celebrar con creces esta importante fecha. En 1909 se construyó el hermoso Parque del Centenario y en 1910 se cantó el happy birthday de los primeros 100 años de emancipación. Se inauguró con la exposición agroindustrial del centenario de la independencia y las calles de este gran vecindario se vistieron de fiesta. Las vías de los tranvías se fueron tomando las calles y estrecharon las distancias de la ciudad, más allá de sus ríos.

En 1917 se fundó la Estación de la Sabana. En 1924 se inaugura el Teatro Faenza con la proyección del primer largometraje totalmente colombiano: La tragedia del silencio. En 1928 llegó La Rebeca desde París para quedarse apreciando las drásticas transformaciones que ocurrieron en el lugar. Con tanto crecimiento, también el señor caído de Monserrate tuvo que ampliar su modesta capilla y optar por el gran santuario que hoy conocemos, con teleférico y funicular subiendo y bajando entre el olor a tamal.

El 8 de febrero de 1931 se abría la plaza de toros de Santamaría. 15.000 espectadores se encontraban en esta primera corrida, incluyendo al presidente Enrique Olaya Herrera.

En los cuarenta Santa Fe lucía con un extraordinaria apariencia republicana que estaba reinventando el aspecto colonial de las calles, sobre las que rodaban miles de almas impulsadas a lomo de las nuevas tecnologías que ahora vestían a Bogotá de la modernidad siglo XX, sin perder su corte clásico y mestizo que mezclaba los paños ingleses con el chocolate santafereño de esquina, al ritmo veloz del cambalache de estos tiempos.

En 1948 parte de Santa Fe fue arrasado a punta de la furia del Bogotazo. Muertos regados entre ruinas y esqueletos metálicos ardiendo en llamas apocalípticas, hicieron que muchas personas radicadas en el centro de la ciudad se fuesen a vivir a otros sitios como Teusaquillo que, para la época, se encontraban al final de una de las líneas del tranvía.

Teusaquillo

Tras el bogotazo, Teusaquillo fue habitado por la clase alta capitalina, convirtiéndose en protagonista de la historia del sector que fue veraneadero de Bacatá y en 1902 canchas del football club. Pero, realmente sería hasta principios de los 20 cuando se daría inicio a la construcción del amplio proyecto urbanístico situado entre el barrio Santa Fe y el caserío de Chapinero, tan moderno y refrescante como el foxtrote que se bailaba por entonces.

En 1927 era el sector residencial más elegante por el corte inglés de su arquitectura. Teusaquillo fue el Símbolo del florecimiento y desarrollo urbanístico que tuvo Bogotá en el cumplimiento de su cuarto centenario y vecindario de Jorge Eliécer Gaitán, Enrique Santos Montejo, Laureano Gómez, Gustavo Rojas Pinilla, Otto de Greiff y Mariano Ospina Pérez entre otros.

Durante el mandato del alcalde Jorge Eliécer Gaitán, entre 1934 y 1938, se gestaron grandes obras. Se estrenó el Hipódromo de la 53 en donde hoy está el Centro Comercial Galerías, se inició la construcción de la gran Ciudad Universitaria. En 1938, con la celebración de los 400 años de la fundación de la ciudad, se estrenó el estadio Nemesio Camacho el Campín, llamado así por el nombre del propietario de la Hacienda en dónde se emplazó y por ser un lugar donde la gente iba a hacer camping.

Después del Bogotazo, Teusaquillo creció por la masiva llegada de personas del centro. Hasta que terminó uniéndose con Chapinero, la última estación en del tranvía.


Chapinero.

Hasta 1885, Chapinero era un pequeño caserío que recibió su nombre de los chapines que el español Don Antón Hero Cepeda hizo famosos en Bogotá.

En el inicio del siglo XX se encendieron las primeras bombillas eléctricas, con lo que se impulsó su desarrollo comercial que, sumado a la precaria higiene de la capital, terminaron atrayendo personas de todas las clases a vivir allí.

En 1904 la sociedad de Casas de la Salud adquirió los terrenos de la Quinta Marly, donde se construyó la Clínica del mismo nombre; la primera sala de maternidad de la ciudad. En 1910 se instalaron los primeros tranvías eléctricos e inició el funcionamiento de la línea norte del ferrocarril. El Gimnasio Moderno se construyó en 1914 y en 1919 se empezó la obra de la Calle 72, inaugurada en 1920 y que abriría paso a la edificación del norte bogotano.

Antecediendo el bogotazo, la iglesia de Lourdes fue destruida por un terremoto en 1947 y al año siguiente sufriría los estragos de los desordenes populares por el asesinato de Jorge Eliecer Gaitán. En los años posteriores se convertiría en el importantísimo sub centro comercial para la capital y la última estación migratoria de las clases altas de Bogotá que hicieron del sector, su hogar.

En 1955, Chapinero se anexó al Distrito Especial y tanto como sus hermanas Santafe y Teusaquillo fueron escenario de las grandes transformaciones urbanas de la segunda mitad de siglo.

En 1961, en Teusaquillo se inició la construcción del Parque Simón Bolívar. 7 años más tarde se edificó el Templete por la visita del papa Pablo VI y la Avenida 68. Se inauguró el Coliseo Cubierto, el Centro de Tenis, el Campincito. En los sesenta aparecieron en el Santa Fe los edificios más importantes del centro bogotano, el viaducto de la 26 y el centro internacional. Chapinero se modernizó transformándose en uno de los lugares más exclusivos de la ciudad.

El tranvía se convirtió en un viejo cuento narrado en las paradas del trolebús que atravesaba a diario estos vecindarios, las paredes de los viejos sobrevivientes guardan fragmentos de las voces de los bogotanos de otras épocas, y en la retina de las viejas cámaras, se fijaron las invaluables imágenes que hoy son patrimonio de la nación.

lunes, 2 de noviembre de 2009

MEMORIAS A 24 CUADROS POR SEGUNDO

DEL SILENCIO AL MUTISMO


El Magdalena estaba en llamas y Aquileo no dejó de rodar un solo momento, a pesar que el efectivo de la policía le había ordenado varias veces que dejara de hacerlo. Dos escenas intimidantes lo acechaban. A un lado, un cañón cuyo aliento caliente advertía que venía escupiendo flemáticamente muerte y por otro, decenas de cabezas sembradas y trinchadas en burdas guaduas sobre la ribera de Yondó el 10 de abril de 1948, un día después del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.


¿Disparar o dejar de disparar? A eso se reducía la cuestión. Cualquiera de los dos atraparía el último instante de lo que estaba apuntando. Aquileo sonrió y tomó aliento porque sabía que su suerte no cambiaría a pesar de que detuviera su filmación. Estaba harto de que cada vez que algo acontecía en esta alejada esquina del mundo, todos corrían a esconderse y en esos tira y aflojes de la patria, se había decidido su suerte al lado de la del cine colombiano.


Bajo ese pálpito, su padre le había insistido muchísimos años atrás que el séptimo arte no era más que un circo proyectado sobre una pared y no un negocio serio para un hombre, cuya prominente familia había hecho su capital, con el sudor de la gente.

Sin éxito, Aquileo había tratado de comprar los estudios de los hermanos Di Domenico en 1928, un poco antes de que Cine Colombia los adquiriera y cerrara sus laboratorios para convertirse simplemente en una compañía de exhibición de películas extranjeras.


Durante 10 años corrió la suerte de engancharse con hombres de cine que se acercaban al país pasajeramente y en uno de tantos periplos conoció a Mesié Breton, de quien adquirió el gusto por las versátiles cámaras Pathé. Sobre 1938, los desastrosos andares del cine nacional a lomo de yegua, despeñaban las esperanzas de sus jinetes a quienes la mala fortuna les acompañaba en cada recodo de la patria y paraban en seco la producción nacional.


Aquileo rodó con muchos viajeros, pero sobre todo, rodó con la mala suerte de ver todos sus proyectos y aspiraciones detenidos. Cuando no era una guerra, eran los amigos de la moral y los enemigos de las extrañas cosas modernas que venían de Europa; cuando no era la política de escritorio bipartidista, era algún desastre natural o ladrones en la vía. Cualquier estafador, cualquier personaje típico un día en la tarde, quebró su determinación de capturarle el alma a su país.


Sin más novedad, ni otra excusa, decidió tomar el vapor hacia Barranquilla y posteriormente, fijó Nueva York como destino final. En el Queen Maryland recorrió la hermosa costa dorada del Caribe y en una noche de cabaret, de luces y terciopelo rojo, conoció a Miss Virginia, una bella cantante negra que parecía una sirena brillante sobre la sencilla escena y cuyo rostro se iluminaba con el rigor romántico de las películas de la época, al vaivén de las notas de la Big Band que desde la oscuridad la acompañaba.


Si la voz y el dramatismo de los gestos de Virginia, si su mirada trágica y el aire controlado que salía de sus labios, lo tuvieron perdido en el atlántico durante incontables lunas, su suave sexo de felpa, lo habría desviado aún más de su destino final y hecho desembarcar en New Orleans. Después de días dorados y de desbordada pasión pasajera, Aquileo terminó rendido a los pies del jazz y sumergido en el gospel de las desenfrenadas noches de magia negra y de la comida creol dentro de las que se incluía una extensa y exquisita carta de mujeres de sabores muy elaborados.


En the Canal Street recibió noticias de su amigo Alberto Santana que, de su propio puño y letra, le habría hecho saber que Al Son de las Guitarras, su película, ¡había sido terminada a pesar de todo! Sin dudarlo siquiera, Aquileo supo que como otros de sus amigos, Santana se quedaría con la satisfacción de haberlo hecho pero con la frustración de no poder enseñarla en ningún lado, como efectivamente sucedió. ¿Frente al contundente hecho del atraso para que regresar a Colombia? Cuando había una ciudad que la movía el hechizo de un carnaval eterno: escena perfecta para el cine.


Aquileo fundó su empresa Saint Magdalena´s Enterprise y rodó hasta que se quedó sin historias. Decidió tomar río arriba el Missisipi y retratar lo que la procesión de agua traía a su paso. En el gran vapor Dakota, la gigantesca casa de los placeres navegantes realizó, hasta entonces, su más grande proeza cinematográfica. Retrató el alma de un pueblo violentado por el poder y en ese descubrimiento, reflejado en los interminables brillos del agua en verano, volvió a encender su deseo más íntimo de capturar todos los alientos que vertían su respiración al río Magdalena desde su nacimiento. Una cita que a pesar de los percances deseaba cumplir.


México y Argentina estaban en la época dorada de su producción cinematográfica ¿No sería entonces un buen momento para hacer cine colombiano? Decidió correr el riesgo de rehacer las maletas, de acompañarse por su amada Pathé y para no perder su destino final, por culpa de los encajes que adornan los muros que resguardan la divina puerta del placer, se montó en un avión hasta Barranquilla.


El plan contemplaba, en principio, realizar un viaje río arriba y registrar su belleza exuberante y la naturaleza sangre de sus habitantes mestizos, en épocas en que todo parecía iba a cambiar y en que la mentalidad excesivamente conservadora del país, iba a salir debajo del púlpito para romper con los pálpitos paranoicos de las viejas generaciones que no podían ver a Colombia más que como una finca con parroquia.

La violencia ahora parecía uno de los caimanes agazapados bajo el agua y listos para salir en algún momento a asestar su golpe mortal. Era un riesgo que valía correr para retratar su sueño.


En Barranquilla, habló con Oswaldo Duperly, un empresario bogotano que era propietario de Ducrane films y que también recién había regresado de Estados Unidos para que se sumara a su empresa; aduciendo una grave situación económica como resultado de las inversiones que había tenido que hacer para sacar adelantes sus películas Allá en el Trapiche, Golpe de Gracia y Sendero de Luz rodadas entre 1943 y 1945, no se sumó a la idea.


Calvo Film Company también se hallaban lejos de compartir sus objetivos. Aquileo no tenía socios, pero entendió que era preferible quedar sin recursos a mitad del camino que dejar de cumplir su sueño; así que amparado y protegido únicamente por la lánguida ley Novena que había aprobado Alfonso López en 1942 y que promovía exenciones arancelarias y de impuestos para fomentar la producción, se lanzó al río con la esperanza de que, en algún vapor, podría encontrar dinero para finalizar su película.


Se lanzó a comerse ese trópico capaz de ablandar hasta una roca. Sus cálculos estimaban que arribaría a Bogotá a mediados de abril del 48 con la firme intención de registrar el congreso estudiantil que había sido convocado por Fidel Castro para protestar contra el intervencionismo americano y participar en el rodaje de Bambucos y Corazones y El sereno de Bogotá que adelantaría la productora Patria Films, reconocida por Allá en el Trapiche, y Antonia Santos.


Cuando el vapor Jiménez de Quesada, el barco más lujoso que surcaba el río, salió quedamente buscando la entraña del país, Aquileo había olvidado que los días en este calor podían llegar a durar diez veces más que a los que estaba acostumbrado y que en Colombia todo sucedía en cámara lenta. Que una hoja para caer repentinamente de un árbol, podía tardar siglos y que el calor era el principal aliado del anacronismo enfermizo de la nación. Repentinamente todo empezó a alongarse.


Del paso firme de las botas con las que caminaba el primer mundo, pasó a andar a la velocidad de las chancletas del subdesarrollo. En cada puerto alguien se quedaba, se devolvía, no podía continuar, alguien se robaba algo, botaba una parte del equipo, lo dañaba. Se desaparecía del horizonte el arribo a tiempo a Bogotá.


El epistolario de la excusas se convirtió en el evangelio de cada mes que se acercaba y que quedaba atrás como los pueblos en los que nadie se atrevía a atracar. Aquileo decidió seguir su camino en solitario. Era más fácil trabajar con los borrachos de New Orleans a pesar de todo; el presupuesto para todo un año, corría el grave peligro de acabarse en un tercio del tiempo. Eso lo bajó del barco literalmente y acompañado por burros se lanzó a conquistar las tierras pantanosas de la costa atlántica, a encontrar los brillos naturales de las ciénagas y los pueblos que difícilmente se podían apreciar desde primera clase.


Se encontró la entrañable miseria de los pobres, las aguas teñidas por los colores que habían dejado como herencia Bolívar y Santander en la construcción del primer pilar de la patria. Estrelló tantas veces como pudo con este emplasto resquebrajado sobre el que se erigió el gentilicio “colombianos”, tropezó con muertos y culpas en el camino, guardando siempre la esperanza de poder encontrarse a Gaitán en alguno de estos escenarios de ensueño, para registrar dos expresiones contradictorias en su rostro: la de admiración por la inequívoca perfección de la creación y la del terror que despertaba ver a los colombianos de estas latitudes, huyéndole a la barbarie de los cientos de perros de guerra regados entre la maleza para repartir muerte.


Las orillas eran azules o rojas, los muelles pedían un carnet que acreditará el color para ser o no bienvenido. El cuchillo ya había caído sobre esta gran naranja partiéndola en dos. Conforme pasaba el tiempo, el trabajo de Aquileo tomaba un tinte sagrado, sus búsquedas iban a paso lento pero por buen camino, como reza el refrán, a pesar de que había dejado tirados hasta los burros para desplazarse oculto por el monte.


El 9 de abril hacía un calor insoportable. Aquileo venía río arriba por la orilla antioqueña y arribó a Yondó hecho un pordiosero. Jalaba una especie de trineo en la que viajaban las cintas vírgenes y expuestas, la cámara, el trípode, la poca ropa que aún usaba y las provisiones que había decidido comprar para evitar todos los asentamientos humanos.


De golpe apareció un vecindario de casas europeas en la mitad del trópico, sus estrictas líneas desafiaban las asimétricas formas de las frondas verdes de mango y totumo, sus solares podados a la misma altura y el parque lleno de niños rubios con pantaloncitos cortos acompañados por sus madres, dominaban el paisaje del suburbio en el que residían los trabajadores extranjeros de la petrolera.


Aquileo sacó la Pathé, le enganchó el rollo y a hurtadillas hizo un registro desde la maraña, tomando los mejores ángulos para que se lograse ilustrar perfectamente la escena. De un lado, la incorregible tendencia a la perfección cómoda y fresca de los ricos y por otro lado, la pobreza del caserío asediado por los militares.


Bordeando la playa encontró a un grupo de bañistas totalmente desnudos a la deriva de un bacanal lleno de lujos y excesos; por cosas extrañas, Aquileo sentía que era el mismo hombre caimán espiando la carne desnuda de sus musas blancas y trigueñas que terminaron convirtiéndolo en una desafortunada leyenda y que ahora derrochaban las mieles de su sexo con sus amantes de turno, a propósito para que las espiara.


Esa escena sin pudor, irremediablemente ajena a la moral de estas tierras abrazadas a la fidelidad por encima de todo, al ingenuo amor y a la tediosa monogamia, era la excepción a la constante pobreza que arropaba las orillas. Sin dar aviso alguno se escucharon disparos, gritos enardecidos y el caos apoderándose de la tierra; los bañistas corriendo a esconderse y una masa enardecida rodeándolos para lincharlos.


La película era muy confusa y difícil de entender. Sucedían tantas cosas por esos días en el país que cualquiera de ellas podría haber sido el detonante de toda esa confusión de madre. Embargado por el miedo tomó su cámara y corrió entre los matorrales, pero no había a dónde ir, no existía un camino que no estuviera plagado de muerte; tanto escándalo y violencia no podía ser ocasionado por los libertinos europeos que a esa hora ya deberían ser historia.


En el ocaso del día, incendiaron los pozos, echó a arder la nueva sangre de occidente. De voz de un viejo radio encendido en la mitad de un solar, supo que el caudillo había sido asesinado y que muerta a su lado, también, había quedado la esperanza de sostener con Gaitán un encuentro.


Pero esa cita con la historia era inaplazable y entrados en gastos, lo mejor que podía hacer era salir a fijar el encuentro más real y expresivo de la naturaleza violenta del país, sembrada en una tierra tan próspera que, incluso, había dado sus mejores frutos. Gaitán ahora era el nuevo florero de Llorente de esta Nueva Granada Explosiva.

Nada más que resaltar en la oprobiosa orilla; en adelante lo que su hermosa Pathé europea pudo registrar fue la gran y afinada máquina de la muerte, el desafortunado y endémico rosario de cuentas sin saldar, el salmo y la novena de la estéril venganza acuñada en la naturaleza caliente de nuestra tierra.


El batallón recuperó en el transcurso de la noche el control de la zona. Las balas bendecidas y justicieras del Estado habían alejado la turba y esa mano oculta que siempre busca una higiene social en la alborada, entregó los cuerpos del delito al río, levantó las esculturas del horror empalizadas muy cerca de su orilla para demostrar el pulso firme de sus decisiones.


El amanecer, encontró a Aquileo tratando de fijar en la retina de la posteridad la imagen que mejor representase nuestra subjetiva y compulsiva obsesión por la guerra, madre de nuestra impresionante pobreza, de nuestra intangible ignorancia. Así llegó a las cabezas que eran brochetas exhibidas sobre burdas guaduas sembradas en el río de sangre. En ese preciso instante sintió el cañón caliente con el mal aliento del odio.


- ¡Carajo, maldito país de mierda!


Cuando le ordenaron que dejara de disparar la cámara, Aquileo hizo caso omiso y la redireccionó hacia su pelotón de fusilamiento.


- Comandante, soldado, lo que sea… No repare en hacer lo que tiene que hacer. Uno más uno menos… Eso no descuadra las cuentas.


Los tiros perforaron el cuerpo de Aquileo que cayó como un pesado bulto al suelo. La pathé tardó un poco más en desmayarse; ofreció más resistencia que su propio dueño quien hasta el último momento no pudo más que elogiarla y ver como no solamente moría él, sino una desafortunada era del cine colombiano que no dejó de ser silente a falta de equipos técnicos modernos, sino que perdió su voz a causa del atemorizado silencio que producían los hechos de aquella época oscura.


viernes, 25 de septiembre de 2009

FICCIONES

UN SUEÑO… UN DELIRIO.



Septiembre huía por las montañas alejándose del mar, evitando la muerte que lo acechaba en las costas como se lo había vaticinado una robusta hechicera antes de que los romanos lo encontraran hablando con la princesa Sol, en una de las habitaciones de su palacio en Constantinopla de donde había tenido que huir saltando como un gato por los tejados de la ciudad en contra de su voluntad. Los vientos del destino marcaban rutas diferentes para los dos y las cartas de navegación del futuro, apenas, confluían vagamente en confusos y lejanos puntos de encuentro. La suerte estaba echada desde la misma noche de luna llena en que se habían clavado fijamente sus miradas, en una alejada y elevada terraza desde la que el mar de mármara parecía un espejo infinito diseñado para que los dioses se miraran en el.

Desde entonces los días y las noches, habrían embadurnado el corazón vengador de Septiembre de las fragancias dulces del amor y de los finos aceites de una pasión agitada que no habría encontrado escenario para consumarse, dejando en el ambiente lánguidos y tórridos encuentros que no terminaban en nada más que suspiros y tímidos apretones de manos que a la final, se transformaron en grandes dudas en su objetivo final de llegar a Roma para acabar de raíz con el imperio que le había asediado desde niño, cuando se vio obligado a huir de Shangri La para vivir entre los pandas rojos y encontrar en Ibis, la leopardo de la Nieve, una madre cuyos pasos firmes y fuertes, iluminados por el incansable brillo de sus grandes ojos, lo habrían llevado hasta el otro lado de la tierra, en dónde Atila luego lo incorporaría a la legión de los Hunos, cuando lo encontró batallando solo contra nueve soldados romanos.

Atila vio en sus ojos el hirviente volcán que él mismo llevaba dentro y sin menos preciar la fuerza exagerada que se vertía en cada golpe con un profundo y poderoso odio contra el Imperio Romano, lo hizo uno de sus más fieros hombres en el frente de guerra, uno de sus allegados en el círculo del infierno dentro del que solían azotar el mundo entero sin que existiese fuerza suficiente para detenerlos. Cada uno perseguía su propia utopía y en las fogatas nocturnas anhelaban librar la batalla final contra sus propios demonios, a sabiendas que allí podrían morir con ellos su gloria.




Como en aquel entonces, antes de que el Rey de los Hunos lo encontrara, Septiembre vagaba por las montañas orientado por su instinto de supervivencia. Treinta lunas habían pasado ya de aquella abrupta salida de Constantinopla y mientras encaraba la huida con fiereza, sus turbios pensamientos empezaban a retumbar sobre su voluntad insurrecta y Sol, se apoderaba como un maleficio de las horas que se asemejaban a las eternas y frías noche sin fin de Siberia, plagadas de sueños y delirios, de repentinos encuentros frente a frente con la piel irrestrictamente dorada de la princesa y sus cabellos oscuros meciéndose con las ramas de los árboles, acompasados por esa mirada acechante que provenía de todas partes, despojándolo de la fortaleza que lo mantenía vivo, de la única forma que tenía para entender el mundo y sobrevivir como fiera salvaje dentro de el.

Septiembre se había convertido en un tigre agazapado y errático; confundido entre sus necesidades viscerales, no tenía el poder de obrar dentro del prudente silencio de cazador que aprendió de Ibis y que lo había inmortalizado como al Yeti en los profundos blancos del Himalaya. Sus visiones lo acercaban al canto de la costa en el hermoso cuerpo de la Princesa, pero su sensatez lo llevaba a cuestas hacia los picos de la cordillera en busca de la voz más profunda, en busca de la sabiduría de la madre Leopardo para dominar el monstruoso monzón que lo estaba devastando por dentro, a pesar de que el venerado gato blanco estaba tan lejano como la propia posibilidad de salir vivo de la trampa mortal que lo estaba asfixiando, tenía la plena certeza de que lo encontraría esperándolo.



De pronto sus fuerzas desaparecieron y ya no pudo ir hacia ningún lado; en el medio de la tensión cayó dormido en sueño profundo y peregrino. Como un vampiro al borde del anochecer se lanzó en vuelo sobre los montes taciturnos y descendió buscando el eterno atardecer que veía en los ojos de Sol irrumpiendo dentro de su habitación. La encontró durmiendo profundamente en medio de una estancia llena de alfombras, flores y lujos, inexpugnablemente bella, separada de todo lo humano. Así que antes de acariciarla, de dañar esta escena divina con sus burdas manos, se transformó en leopardo y se echó sobre el tapete, ahincando sus ojos en la escena, apresando esta imagen para la eternidad, atrapando el fuego de aquel cuerpo abandonado a cualquier juego, sobre el que se abalanzaría como perfume, para reducir todo su aire y estrechar su piel junto a la de ella, y luego fagocitarla con la ternura propia de un caníbal.

Al final de muchos sueños conciliados en la alfombra o sentado en el marco de la ventana, pudo ver el despertar radiante de Sol echa primavera, luego de un largo ayuno, con una sonrisa cómplice y completamente consciente de que Septiembre la espiaba pacientemente. Así que, ella se levantó y a su paso todo se fue transformando en un amplio campo de trigo, sobre el cual sus manos hacían danzar las espigas y en el que fueron cayendo sus vestimentas hasta quedar completamente desnuda como la arena de la playa.

Era armoniosa como el arpa que solía amenizar las tardes de prosa, etérea como el agua, incierta como el viento, brillante como su mismo nombre. Perfecta como la rueda del destino. Mientras Septiembre la veía, recordó el día en que, por primera vez, se se sentaron a la mesa. Ella lo espiaba a hurtadillas con gran interés, mientras él trataba de seguir al pie de la letra el complejo protocolo que dictaba la ocasión a todos sus comensales. Esa misma noche apartados de la fiesta, Sol sin guardar distancias ni reparos, confrontó abiertamente a Septiembre en una alejada terraza, y sin el mínimo rezago de duda le hizo saber que él no era el alto dignatario que decía ser y que sus verdaderas intensiones se anteponían entre lo que representaba y lo que realmente era.

- Si así lo quisiera usted, sería carne para los leones.
- Y por qué pensar que no voy a serlo.
- Porque leo el destino en los ojos de los otros y a juzgar por los indicios de dolor que hay en su mirada, creo que es carne para paladares más exquisitos.
- Si quisiera, podría clavarle una sica en el cuello antes de que pudiera parpadear.
- Si hubiese querido hacerlo nos habría matado a todos en la mesa sin necesitarla. ¿Por qué no lo hizo? Eso es algo que me gustaría saber. Pero para beneficio de esta conversación y para su tranquilidad no diré nada. ¿Por qué? No diré nada.

Septiembre quedó sumido en un prolongado mutismo, en una marejada de frustrado odio, sin la capacidad de ejecutar a la princesa en un solo movimiento; Sol simplemente le dio a la espalda y, como si se conociesen de toda la vida, le contó con soltura lo que había sido su niñez frente a los regimientos de soldados que tenía a cargo su padre y el sumario de largos viajes en los que se había desenvuelto el resto de su vida antes de llegar a Tracia. Septiembre descubrió la rúbrica imperceptible de la confianza que no había encontrado en ningún otro romano.
De aquella noche a la siguiente y en lo sucesivo, las charlas entre los jardines y los paseos del palacio se hicieron continuas y como una novela por capítulos, Septiembre le contó toda su vida. Ella escuchaba atenta una y otra vez las historias de Shangri La y desde entonces quiso poder conocer lo que para el antiguo mundo era un completo misterio: la existencia de un país que como la Atlantida hacía parte de las leyendas. Sol sentía una irresistible atracción y Septiembre le correspondía guardando las distancias y las fronteras que la misma suerte les había puesto, a pesar que desde su primer encuentro habían sobrevivido al lazo de provocación que los llevaba atados peligrosamente en medio de un imperio que no dejaba de verlos con desconfianza y que desde el mismo principio, habría podido terminar en una noche de sexo salvaje en cualquier rincón de la hermosa Constantinopla.

Todo eso pasó por sus ojos en fracción de segundos. Ahora, las miradas se cruzaban en un baile sosegado, sin reparos yendo más allá de la desnudez física, encontrando los elementos para atizar el fuego que con dificultad se mantenía controlado entre los dos. Se acercaron aliento contra aliento, desprovistos de los temores que los acechaban por los pasillos y se lanzaron como gatos acariciándose con sus propios cuerpos, lamiéndose con ternura, acicalándose sobre el suelo como dos pequeños cachorros encantados por la presencia del otro.

Se lanzaron a atravesar la noche, treparon por las ramas altas de los viejos árboles que señalaban el camino hacia una montaña rodeada por grandes espejos, milenarios glaciales que protegían a la gran ciudad sagrada de Shangri La. Se sumergieron en las aguas de los estanques termales y como un par de serpientes se anudaron fuertemente al punto de la muerte. Se hicieron vapor de agua, fragancia de naturaleza fuerte y salvaje, fuego azul del Himalaya, estrellas en el cielo claro e irreal del techo del planeta. Dando botes por las escaleras cayeron sobre una gran plazoleta en dónde Ibis se bañaba los bigotes con saliva.

Ibis rodeo a Sol y la olisqueó sin afán, la empujó con su cabeza hacia uno de los extremos del lugar y la llevó a un risco desde donde el día nacía, tratando de insinuarle que lo que vería allí sería el nuevo amanecer de una nueva época. La luz radiante se apoderó de todo; Ibis lamió sus cuerpos extensamente y les dio de beber de su leche, tal cuál como Luperca lo había hecho con Remo y Rómulo, fundando en un nuevo rito los dos pilares de la nueva raza que reinaría y liberaría al Shangri La de los excesos que, desde el Lacio, se habían apoderado de todo el mundo. Cuando la tibia Leche dejó de correr y Sol y Septiembre habían saciado su apetito, tomó la delantera y le indicó a su aprendiz que debía seguirle. Sol intentó hacer lo mismo pero con un gruñido intimidante la detuvo y la obligó a partir en dirección contraria.

La Diosa Fortuna ya había designado el futuro. Ibis se ratificaba sobre el profundo hecho que tienen los acontecimientos dentro del tiempo lineal de los hombres. Nada sucedería arbitrariamente y probablemente, ese poder superior a los dos, era el que siempre se habría encargado de mantener sus verdaderos deseos en la penumbra con una firmeza que excedía toda voluntad humana e inexplicablemente no los abandonaba ni en sus sueños.

Ahora todo era más confuso, habrían conjurado un pacto casi filial, una boda de leche que los sumía en un limbo mayor y doloroso; cada quien debería marchar por su lado. El uno, desterrado por las montañas… el otro, deslizándose errantemente sobre las aguas del Mediterráneo, cuyo oráculo advertía la persecución y la muerte para Sol por su traición. Ninguno podría intervenir en el destino del otro, cada quién debería superar las vicisitudes para probablemente volverse a cruzar en un recodo del futuro que no era garantía de absolutamente nada, ni un sendero hacia la pasión, ni mucho menos hacia el amor. Habría que esperar las próximas instrucciones del destino y dormir por muchas noches sosteniendo ese mismo sueño relamido que terminó convirtiéndose en delirio.

Procto encontró a Septiembre después de tres meses de afanadas búsquedas por las escarpadas y caprichosas montañas Rodope de la vieja Tracia. Estaba tirado y delirante al borde de un camino y custodiado por tres grandes leopardos blancos. Lo encontró justo, cuando los susurros de la muerte y de los espíritus complicaban el rastreo, pero sobre todo cuando su propia voz desesperanzada, clamaba a gritos salir de la misma garganta del diablo.

Los Romanos habían decidido incendiar cada palmo de los montes para deshacerse de Septiembre, cerrar cada camino, cada vereda para detener los designios del tiempo; era un verdadero milagro encontrarlo allí a expensa de todo. Los grandes gatos se levantaron y pronto tomaron camino hacia la cúspide. Sin darse tiempo, Procto se echó en hombros a Septiembre para buscar un lugar en dónde guarnecerse y esperar la noche para emprender la huida hacia el campamento en dónde hasta el propio Atila lo estaba esperando.
Septiembre abrió con dificultad los ojos y vio a Procto. Le sonrió.

- ¿Y Sol?
- No es momento para hablar de nada.

Cuando emprendían su camino hacia el bosque, nuevamente pudo escuchar el arrullo de los cabellos de Sol mecidos por el viento y en la lejanía pudo verla. ¿Qué era lo que los unía y mantenía entre el cielo y el infierno? Ella sin titubear le respondió: ¨La tentación y el deseo¨.

Luego despareció como en el sueño, pero ahora convertida en delirio.



VERSOS VERSUS 2


PREGUNTAS. Juan Gelman

"Lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra" dijeron

las Seis Enfermeras Locas del Pickapoon Hospital de Carolina

mientras movían sus pechos con una

dulzura tan parecida a Dios

¿y si Dios fuera una mujer? alguno dijo
¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno

¿y si Dios moviera los pechos dulcemente? dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

Corrían rumores acerca de las Seis
las habían visto salir de hospedajes sospechosos con una mirada triste

en la boca

las habían visto en una cama del Bat Hotel

las habían visto fornicando con sastres, zapateros, carniceros de toda

Pickapoon

¿y acaso Dios no sale de los hospedajes con una mirada triste

en la boca? alguno dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

¡Tetas de Dios! ¡Blancos muslos de Dios! ¡Lechosos! Dijo

¡Leche de Dios! gritaba por los techos de toda la ciudad

así que lo quemaron
hicieron una hoguera alta al pie de la colina del Este
y también quemaron a las Seis Enfemeras Locas de Pickapoon

todas eran rubias y cada día habían visto a la muerte trabajar.

Eso es todo

Así acaban con los temblores mortales e inmortales en Carolina

y otros sitios de Dios

¿y si Dios fuera una mujer?

¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno.