viernes, 25 de septiembre de 2009

FICCIONES

UN SUEÑO… UN DELIRIO.



Septiembre huía por las montañas alejándose del mar, evitando la muerte que lo acechaba en las costas como se lo había vaticinado una robusta hechicera antes de que los romanos lo encontraran hablando con la princesa Sol, en una de las habitaciones de su palacio en Constantinopla de donde había tenido que huir saltando como un gato por los tejados de la ciudad en contra de su voluntad. Los vientos del destino marcaban rutas diferentes para los dos y las cartas de navegación del futuro, apenas, confluían vagamente en confusos y lejanos puntos de encuentro. La suerte estaba echada desde la misma noche de luna llena en que se habían clavado fijamente sus miradas, en una alejada y elevada terraza desde la que el mar de mármara parecía un espejo infinito diseñado para que los dioses se miraran en el.

Desde entonces los días y las noches, habrían embadurnado el corazón vengador de Septiembre de las fragancias dulces del amor y de los finos aceites de una pasión agitada que no habría encontrado escenario para consumarse, dejando en el ambiente lánguidos y tórridos encuentros que no terminaban en nada más que suspiros y tímidos apretones de manos que a la final, se transformaron en grandes dudas en su objetivo final de llegar a Roma para acabar de raíz con el imperio que le había asediado desde niño, cuando se vio obligado a huir de Shangri La para vivir entre los pandas rojos y encontrar en Ibis, la leopardo de la Nieve, una madre cuyos pasos firmes y fuertes, iluminados por el incansable brillo de sus grandes ojos, lo habrían llevado hasta el otro lado de la tierra, en dónde Atila luego lo incorporaría a la legión de los Hunos, cuando lo encontró batallando solo contra nueve soldados romanos.

Atila vio en sus ojos el hirviente volcán que él mismo llevaba dentro y sin menos preciar la fuerza exagerada que se vertía en cada golpe con un profundo y poderoso odio contra el Imperio Romano, lo hizo uno de sus más fieros hombres en el frente de guerra, uno de sus allegados en el círculo del infierno dentro del que solían azotar el mundo entero sin que existiese fuerza suficiente para detenerlos. Cada uno perseguía su propia utopía y en las fogatas nocturnas anhelaban librar la batalla final contra sus propios demonios, a sabiendas que allí podrían morir con ellos su gloria.




Como en aquel entonces, antes de que el Rey de los Hunos lo encontrara, Septiembre vagaba por las montañas orientado por su instinto de supervivencia. Treinta lunas habían pasado ya de aquella abrupta salida de Constantinopla y mientras encaraba la huida con fiereza, sus turbios pensamientos empezaban a retumbar sobre su voluntad insurrecta y Sol, se apoderaba como un maleficio de las horas que se asemejaban a las eternas y frías noche sin fin de Siberia, plagadas de sueños y delirios, de repentinos encuentros frente a frente con la piel irrestrictamente dorada de la princesa y sus cabellos oscuros meciéndose con las ramas de los árboles, acompasados por esa mirada acechante que provenía de todas partes, despojándolo de la fortaleza que lo mantenía vivo, de la única forma que tenía para entender el mundo y sobrevivir como fiera salvaje dentro de el.

Septiembre se había convertido en un tigre agazapado y errático; confundido entre sus necesidades viscerales, no tenía el poder de obrar dentro del prudente silencio de cazador que aprendió de Ibis y que lo había inmortalizado como al Yeti en los profundos blancos del Himalaya. Sus visiones lo acercaban al canto de la costa en el hermoso cuerpo de la Princesa, pero su sensatez lo llevaba a cuestas hacia los picos de la cordillera en busca de la voz más profunda, en busca de la sabiduría de la madre Leopardo para dominar el monstruoso monzón que lo estaba devastando por dentro, a pesar de que el venerado gato blanco estaba tan lejano como la propia posibilidad de salir vivo de la trampa mortal que lo estaba asfixiando, tenía la plena certeza de que lo encontraría esperándolo.



De pronto sus fuerzas desaparecieron y ya no pudo ir hacia ningún lado; en el medio de la tensión cayó dormido en sueño profundo y peregrino. Como un vampiro al borde del anochecer se lanzó en vuelo sobre los montes taciturnos y descendió buscando el eterno atardecer que veía en los ojos de Sol irrumpiendo dentro de su habitación. La encontró durmiendo profundamente en medio de una estancia llena de alfombras, flores y lujos, inexpugnablemente bella, separada de todo lo humano. Así que antes de acariciarla, de dañar esta escena divina con sus burdas manos, se transformó en leopardo y se echó sobre el tapete, ahincando sus ojos en la escena, apresando esta imagen para la eternidad, atrapando el fuego de aquel cuerpo abandonado a cualquier juego, sobre el que se abalanzaría como perfume, para reducir todo su aire y estrechar su piel junto a la de ella, y luego fagocitarla con la ternura propia de un caníbal.

Al final de muchos sueños conciliados en la alfombra o sentado en el marco de la ventana, pudo ver el despertar radiante de Sol echa primavera, luego de un largo ayuno, con una sonrisa cómplice y completamente consciente de que Septiembre la espiaba pacientemente. Así que, ella se levantó y a su paso todo se fue transformando en un amplio campo de trigo, sobre el cual sus manos hacían danzar las espigas y en el que fueron cayendo sus vestimentas hasta quedar completamente desnuda como la arena de la playa.

Era armoniosa como el arpa que solía amenizar las tardes de prosa, etérea como el agua, incierta como el viento, brillante como su mismo nombre. Perfecta como la rueda del destino. Mientras Septiembre la veía, recordó el día en que, por primera vez, se se sentaron a la mesa. Ella lo espiaba a hurtadillas con gran interés, mientras él trataba de seguir al pie de la letra el complejo protocolo que dictaba la ocasión a todos sus comensales. Esa misma noche apartados de la fiesta, Sol sin guardar distancias ni reparos, confrontó abiertamente a Septiembre en una alejada terraza, y sin el mínimo rezago de duda le hizo saber que él no era el alto dignatario que decía ser y que sus verdaderas intensiones se anteponían entre lo que representaba y lo que realmente era.

- Si así lo quisiera usted, sería carne para los leones.
- Y por qué pensar que no voy a serlo.
- Porque leo el destino en los ojos de los otros y a juzgar por los indicios de dolor que hay en su mirada, creo que es carne para paladares más exquisitos.
- Si quisiera, podría clavarle una sica en el cuello antes de que pudiera parpadear.
- Si hubiese querido hacerlo nos habría matado a todos en la mesa sin necesitarla. ¿Por qué no lo hizo? Eso es algo que me gustaría saber. Pero para beneficio de esta conversación y para su tranquilidad no diré nada. ¿Por qué? No diré nada.

Septiembre quedó sumido en un prolongado mutismo, en una marejada de frustrado odio, sin la capacidad de ejecutar a la princesa en un solo movimiento; Sol simplemente le dio a la espalda y, como si se conociesen de toda la vida, le contó con soltura lo que había sido su niñez frente a los regimientos de soldados que tenía a cargo su padre y el sumario de largos viajes en los que se había desenvuelto el resto de su vida antes de llegar a Tracia. Septiembre descubrió la rúbrica imperceptible de la confianza que no había encontrado en ningún otro romano.
De aquella noche a la siguiente y en lo sucesivo, las charlas entre los jardines y los paseos del palacio se hicieron continuas y como una novela por capítulos, Septiembre le contó toda su vida. Ella escuchaba atenta una y otra vez las historias de Shangri La y desde entonces quiso poder conocer lo que para el antiguo mundo era un completo misterio: la existencia de un país que como la Atlantida hacía parte de las leyendas. Sol sentía una irresistible atracción y Septiembre le correspondía guardando las distancias y las fronteras que la misma suerte les había puesto, a pesar que desde su primer encuentro habían sobrevivido al lazo de provocación que los llevaba atados peligrosamente en medio de un imperio que no dejaba de verlos con desconfianza y que desde el mismo principio, habría podido terminar en una noche de sexo salvaje en cualquier rincón de la hermosa Constantinopla.

Todo eso pasó por sus ojos en fracción de segundos. Ahora, las miradas se cruzaban en un baile sosegado, sin reparos yendo más allá de la desnudez física, encontrando los elementos para atizar el fuego que con dificultad se mantenía controlado entre los dos. Se acercaron aliento contra aliento, desprovistos de los temores que los acechaban por los pasillos y se lanzaron como gatos acariciándose con sus propios cuerpos, lamiéndose con ternura, acicalándose sobre el suelo como dos pequeños cachorros encantados por la presencia del otro.

Se lanzaron a atravesar la noche, treparon por las ramas altas de los viejos árboles que señalaban el camino hacia una montaña rodeada por grandes espejos, milenarios glaciales que protegían a la gran ciudad sagrada de Shangri La. Se sumergieron en las aguas de los estanques termales y como un par de serpientes se anudaron fuertemente al punto de la muerte. Se hicieron vapor de agua, fragancia de naturaleza fuerte y salvaje, fuego azul del Himalaya, estrellas en el cielo claro e irreal del techo del planeta. Dando botes por las escaleras cayeron sobre una gran plazoleta en dónde Ibis se bañaba los bigotes con saliva.

Ibis rodeo a Sol y la olisqueó sin afán, la empujó con su cabeza hacia uno de los extremos del lugar y la llevó a un risco desde donde el día nacía, tratando de insinuarle que lo que vería allí sería el nuevo amanecer de una nueva época. La luz radiante se apoderó de todo; Ibis lamió sus cuerpos extensamente y les dio de beber de su leche, tal cuál como Luperca lo había hecho con Remo y Rómulo, fundando en un nuevo rito los dos pilares de la nueva raza que reinaría y liberaría al Shangri La de los excesos que, desde el Lacio, se habían apoderado de todo el mundo. Cuando la tibia Leche dejó de correr y Sol y Septiembre habían saciado su apetito, tomó la delantera y le indicó a su aprendiz que debía seguirle. Sol intentó hacer lo mismo pero con un gruñido intimidante la detuvo y la obligó a partir en dirección contraria.

La Diosa Fortuna ya había designado el futuro. Ibis se ratificaba sobre el profundo hecho que tienen los acontecimientos dentro del tiempo lineal de los hombres. Nada sucedería arbitrariamente y probablemente, ese poder superior a los dos, era el que siempre se habría encargado de mantener sus verdaderos deseos en la penumbra con una firmeza que excedía toda voluntad humana e inexplicablemente no los abandonaba ni en sus sueños.

Ahora todo era más confuso, habrían conjurado un pacto casi filial, una boda de leche que los sumía en un limbo mayor y doloroso; cada quien debería marchar por su lado. El uno, desterrado por las montañas… el otro, deslizándose errantemente sobre las aguas del Mediterráneo, cuyo oráculo advertía la persecución y la muerte para Sol por su traición. Ninguno podría intervenir en el destino del otro, cada quién debería superar las vicisitudes para probablemente volverse a cruzar en un recodo del futuro que no era garantía de absolutamente nada, ni un sendero hacia la pasión, ni mucho menos hacia el amor. Habría que esperar las próximas instrucciones del destino y dormir por muchas noches sosteniendo ese mismo sueño relamido que terminó convirtiéndose en delirio.

Procto encontró a Septiembre después de tres meses de afanadas búsquedas por las escarpadas y caprichosas montañas Rodope de la vieja Tracia. Estaba tirado y delirante al borde de un camino y custodiado por tres grandes leopardos blancos. Lo encontró justo, cuando los susurros de la muerte y de los espíritus complicaban el rastreo, pero sobre todo cuando su propia voz desesperanzada, clamaba a gritos salir de la misma garganta del diablo.

Los Romanos habían decidido incendiar cada palmo de los montes para deshacerse de Septiembre, cerrar cada camino, cada vereda para detener los designios del tiempo; era un verdadero milagro encontrarlo allí a expensa de todo. Los grandes gatos se levantaron y pronto tomaron camino hacia la cúspide. Sin darse tiempo, Procto se echó en hombros a Septiembre para buscar un lugar en dónde guarnecerse y esperar la noche para emprender la huida hacia el campamento en dónde hasta el propio Atila lo estaba esperando.
Septiembre abrió con dificultad los ojos y vio a Procto. Le sonrió.

- ¿Y Sol?
- No es momento para hablar de nada.

Cuando emprendían su camino hacia el bosque, nuevamente pudo escuchar el arrullo de los cabellos de Sol mecidos por el viento y en la lejanía pudo verla. ¿Qué era lo que los unía y mantenía entre el cielo y el infierno? Ella sin titubear le respondió: ¨La tentación y el deseo¨.

Luego despareció como en el sueño, pero ahora convertida en delirio.



VERSOS VERSUS 2


PREGUNTAS. Juan Gelman

"Lo que hacemos en nuestra vida privada es cosa nuestra" dijeron

las Seis Enfermeras Locas del Pickapoon Hospital de Carolina

mientras movían sus pechos con una

dulzura tan parecida a Dios

¿y si Dios fuera una mujer? alguno dijo
¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno

¿y si Dios moviera los pechos dulcemente? dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

Corrían rumores acerca de las Seis
las habían visto salir de hospedajes sospechosos con una mirada triste

en la boca

las habían visto en una cama del Bat Hotel

las habían visto fornicando con sastres, zapateros, carniceros de toda

Pickapoon

¿y acaso Dios no sale de los hospedajes con una mirada triste

en la boca? alguno dijo

¿y si Dios fuera una mujer?

¡Tetas de Dios! ¡Blancos muslos de Dios! ¡Lechosos! Dijo

¡Leche de Dios! gritaba por los techos de toda la ciudad

así que lo quemaron
hicieron una hoguera alta al pie de la colina del Este
y también quemaron a las Seis Enfemeras Locas de Pickapoon

todas eran rubias y cada día habían visto a la muerte trabajar.

Eso es todo

Así acaban con los temblores mortales e inmortales en Carolina

y otros sitios de Dios

¿y si Dios fuera una mujer?

¿y si Dios fuera las Seis Enfermeras Locas de Pickapoon? dijo alguno.

lunes, 21 de septiembre de 2009

LA OTRA VERSIÓN

EL JUEGO DE LA VISPERA.
UNA TARDE DE CONTRADICTORIOS RECUERDOS
(Primera entrega)

Aquel diciembre de 1997 los habitantes de la Aurora se habían volcado sobre sus calles en una indescifrable felicidad que no podía compartir el resto de Bogotá. Por esos días de verano capitalino, soleados y avasallados por la brisa fría, los malos olores de Doña Juana empezaban a expirar, las gripas a abandonar las calles del barrio y el rumor agigantado de que el nuevo presidente de la República sería Andrés Pastrana, era el tema de discusión en los cafés del barrio. Baldobino, el más viejo de los bohemios auroreños, se resistía a creer que la Aurora estuviese dispuesta a apoyar la candidatura del hijo de quién, precisamente, los había cortado de raíz toda posibilidad de obtener una casa propia. En años el barrio estaba, por primera vez, dividido políticamente a causa de la ausencia de nuevos líderes que encerraran la filosofía primigenia con la cual, el vecindario, se había prendido en las faldas de la loma, contra los designios de Dios, de la policía y de muchos desalojos ordenados por múltiples calanchines de turno.

Sin embargo, predominaba el optimismo; y no era por el pago de la prima decembrina, ni a las fiestas de final de año; ni siquiera al reencuentro de unos y otros tras el largo paso del deshojado calendario de ese infame 1997 que estaba a punto de culminar. Tanta gente pintando los andenes, como botellas de cerveza regadas sobre el pavimento, sólo podía tener una explicación patentada en la cotidianidad de una comunidad como la auroreña: El Fútbol, aclarando, eso si, que no se trataba por el apabullante triunfo del América de Cali en un campeonato de 18 tortuosos meses y con más vueltas que la montaña rusa del Salitre Mágico, ni por el mundial del siguiente año.

Todo era producto de la victoria del equipo local en todos los campeonatos en los cuales había sido inscrito y por la reciente invitación a competir en el Hexagonal del Olaya Herrera, gracias a su magnifico cuadro de triunfos –cuatro trofeos en total-, y a raíz de una serie de fraudes e irregularidades que dejaron por fuera a uno de los equipos de este tradicional torneo del sur de Bogotá. La sonrisa esquiva de la suerte por fin estaba de lado de la Aurora y mientras la injusticia partía de giro a otro barrio de la localidad, para ratificarse en la conciencia de los pobres como su propiedad inajenable en el extenso margen de sus sumisos y católicos días, las discusiones políticas apenas eran una lágrima en mitad de una gran carcajada. Sólo había tiempo para hablar de ese maldito deporte de 22 pelotas de carne, corriendo detrás de otra más grande y de cuero.

En las cantinas se recordaba con un singular espíritu estoico, como si el tema de conversación fuese el propio siglo de oro de Pericles, el valor poético del juego trazado a pincel, a contraluz sobre el fino vidrio del césped; de un buen juego sostenido por un sistema de defensa que se desdoblaba y salía al ataque en bloque.

Quién iba a pensar que un sistema de defensa bien plantada podía ser el trasnocho de la mafia futbolera de la capital, genuflexa frente a la técnica y táctica del “Super Deportivo La Aurora Fútbol Club Drogas la 40 Sur”. Faltando apenas una fecha para culminar el hexagonal, era la escuadra más opcionada para obtener el título. – ¡Ignominia!- gritaban encerrados en sus oficinas los patriarcas del fútbol.

Para don Víctor Martínez, propietario del equipo, significaba el mayor logro de su vida y la inscripción de su nombre en los libros de la historia deportiva de la capital como el hombre que a punto de esfuerzos anónimos, había logrado poner en vergüenza el patético discurso futbolístico de Bogotá.

A “Martinitos”, como le decían de cariño en el barrio, no dejaba de preocuparle las condiciones en contra con las cuales su equipo llegaba al último encuentro. A Seguros Franco le bastaba el empate para colgarse la medalla; al Super Depor solo le servía ganar, pues así llegaba a tener los mismos puntos de su adversario y con una cuota de tres goles, se evitaba el engorroso trámite de tiempos suplementarios, muerte súbita y hasta penaltis. Como cabeza de club se veía obligado a no demostrar su ansiedad y en la tarde, cuando ofreciera el asado en la cancha de la Aurora, debería verse seguro, lozano, rozagante y sonriente. Mientras observaba el despejado cielo, sacó de su escritorio una botella de antioqueño y a punta de tragos se dejó embargar por sus recuerdos.

Como jinete cabalgando en la lluvia se desvaneció dentro de su propia soledad y recorrió cada una de las empobrecidas esquinas auroreñas. Hizo una larga pausa en medio del aguacero de granizos aplomados que caía cuando llegó a Bogotá con una maleta miserable, escapando de tanta bala cruzada y zigzagueante que resquebrajaba madera, asesinaba esperanzas, sin orden ni ley en un lejano pueblo de los llanos orientales, por sus supuestos vínculos con la guerrilla.

En 1974, diez años después, su puesto en la plaza de mercado le dio un rubro extra para sobrevivir con algunos modestos lujos. Por ellos llegó doña Carmen a brazos de Martinitos y por ella, Martinitos, se empezó a amañar menos en la casa y a desviar algunos de esos dineros para realizar uno de sus grandes sueños: crear su propio equipo de fútbol, “Las Estrellas de la Aurora”.

La recordaba porque aquella escuadra, de todas las demás, había sido la mejor hasta ahora. Si el equipo actual era comparado con el Brasil que jugaría el siguiente mundial, el de entonces tenía un estilo similar de juego al del Perú de Cubillas y compañía. –Sin lugar a dudas habríamos sido campeones- pensó Martinitos mientras se apretaba un guaro entre pecho y espalda. Aquella época fue tan gloriosa por los logros como los percances; ello hacía de esa fotografía antigua una valiosa reliquia en la que se destacaban los añejos domingos de fútbol y en los que el equipo tenía que aplazar sus partidos para patear los gases lacrimógenos de los policías empeñados en desalojarlos de los predios que, con sagacidad, habían sido vendidos en diligencias ficticias por políticos corruptos. Ni las continuas furruscas lograron diezmar el triunfo del equipo que, en ocasiones, se veía obligado a jugar hasta tres encuentros en una misma fecha.

Sólo el incidente sucedido en la cancha de la Estrella en Ciudad Bolívar detuvo el sueño de la Aurora… en uno de sus tragos más amargos. Ese domingo soleado, tan alegre como el de hoy y también a punto de conseguir el trofeo del campeonato del sur, se jugó el encuentro más intenso y el último de aquella escuadra.

Entre el jolgorio de la gente de la calle y el radiecito afónico de su oficina, le pareció estar viendo como un grupo de muchachos armados ingresó al campo de juego y asesinó a Rafael García y a Edmundo Guerrero, ambos volantes de contención, a la vez que amenazaban a todo el equipo y les daban 24 horas para abandonar la ciudad. Les sindicaron de ser guerrilleros y unos cuantos años después, sin ser esclarecidos los hechos, Martinitos se enteró que el crimen había sido ordenado por la policía y cometido por un recién formado escuadrón de la muerte que azotó y aterrorizó las goteras de la ciudad.

Martinitos cerró su escuela de fútbol en lo que restó de la década. Abatido por los hechos, se convirtió en el padrino de La Aurora y cansado de llevar una vida recta, ejemplar, en últimas de tonto, optó por sumarse al listado de personas involucradas en la vida ilícita del país. Transportando en su camión marihuana camuflada, amasó un capital para comprar armas. –Si los tombos entrenan, acompañan y brindan la logística a sus grupos de muerte, porque no he de hacer lo mismo para protegerme a mi y al barrio- sentenció como gendarme de cara al campo de batalla y formó su propio ejercito para cobrar venganza por lo acontecido en el campo de fútbol de La Estrella.

El Ejercito de Martinitos mató a los quince homicidas en una operación exacta en la cual hubo tiempo para hacer un breve juicio, una plegaría y unas últimas palabras por parte de los recién idos.

Aunque su nombre se hallaba completamente desvinculado de esa estela de violencia, todos sabían que detrás de los hechos se encontraba su mano. Por esos días se fijo la meta, a corto plazo, de que el barrio debería marchar hacia el progreso y como lo enunciara el ex presidente Monroe, Martinitos en una de las esquinas del barrio afirmó: "La Aurora para los auroreños". Cosa que no trascendió de ser una frase célebre, apenas un decir, porque el barrio se convirtió en un territorio de nuevos inmigrantes llegando aterrorizados por el exceso de plomo en la dieta diaria.

En un examen de conciencia tardío, sobre 1989, cuando vio que su modelo de progreso trajo consigo la descomposición social de la comunidad y los vicios del dinero fácil, consciente de que el negocio de las drogas se hacía más industrial y menos artesanal, vaticinando la caída de los grandes capos, decidió poner fin a sus actividades ilícitas y blanquear todos los activos en una modesta cadena de 350 droguerías y otros negocios de los cuales no tengo conocimiento. Se decía por entonces que Martinitos era un colaborador de varias "causas justas en el mundo", ¡vaya usted a saber! De todos modos, su actividad central era la venta de farmacéuticos. A nivel genérico, seguía trabajando en un negocio de su gusto.

Durante todo el año, impulsó una serie de asesinatos selectivos para limpiar el barrio y refundo su escuela de fútbol con el firme propósito de crear una nueva estructura social y un entorno sano para que la comunidad, y sobre todo la juventud, volviera a agruparse en un ambiente saludable. El proyecto funcionó a cabalidad; todos los jíbaros y viciosos del barrio desaparecieron. O por lo menos se escondieron.

Apenas en 1997, aparecía un equipo completamente integrado por habitantes del barrio y capaz de compararse a la artística escuadra de "Las Estrellas de la Aurora". Los últimos recuerdos del momento lo llevaban y traían al 74, a las gambetas del "Calvo" Marín, a los disparos de misil de Gutiérrez, al juego pausado e inteligente del puntero izquierdo, el flaco Castellanos, a los desbordes tipo tren bala de Antonio Rodríguez, a la muerte de los volantes de contención y finalmente, a la pareja de defensas centrales, compuesta por el Negro Ramírez y el Calidoso Robles, quién días después del incidente de la Estrella, lo vieron partir con una mochila al hombro, un par de discos y una caja de libros hacia la montaña, con la mirada perdida en el horizonte.

Muchos aún afirman que se drogó y sin control de sí, salió en busca de la muerte; personas más místicas como Doña Barbarita, mano derecha del cura Gómez, justificaron su desaparición como respuesta a la muerte de sus amigos de tertulias interminables, abandonando la ciudad como una criatura errante hacía sus goteras, en donde murió de pena moral y se convirtió en un ángel extraviado del cielo que transita con un par de discos, una caja de libros y su morral por los desfiladeros de Ciudad Bolívar en noches de extrema penumbra.

- ¡Qué tipo de cuento es ese, mijo! ¿Quién ha dicho que un ángel carga esas... Dios me perdone, huevonadas consigo mismo? - Afirma enérgica Doña Barbarita, salida de sus vestiduras-

- ¡Doña Bárbara, carajo!, no sea obscena y no juegue con los designios de Dios. - Le respondo con enérgico convencimiento para demostrarle que los purismos religiosos están mandados a recoger y que a la imagen. - ¡Hágame el favor vuelva y persígnese! - del Milagroso o Calidoso Robles debe gozar de unas características más poéticas, más cercanas al rock en español. La vieja se ríe, ordena un guaro y responde:

- ¡Hágame el favor!

Se arma la de Troya y la señora pierde toda vocación espiritual. Se desafana de todo el mal léxico que conoce y arremete, sin importar nada, contra mi madre. Me corretea por el café y todo el corrillo no hace más que reír. Alcanza a atraparme por el cuello y cuando está a punto de agarrarme a chamizo, aparece Don Baldobino su esposo y la detiene

- Mujer, ¿qué está haciendo?
- Sacándole a este el demonio de su cuerpo.

El viejo ríe y esto enerva a la mujer a tal punto que queda completamente quieta.

- Y eso sumerce, ¿cómo es que usted sabe que el muchacho tiene al diablo adentro?

- ¡Como lo he sabido toda la vida! A punta de fe.

El viejo ríe nuevamente. Su carcajada retumba por los rincones del café y luego de rascarse los ojos le pregunta a qué obedece su furia y todo ese espectáculo en el cual está sumergida. Doña Barbarita le explica.

- ¡Ajajajaja! Ese hombre, no es ni mucho menos un santo. Ese pobre muchacho es la víctima de los Chulavitas, del señor padre del viejo este del Pastrana. No sea ignorante y atrevida.

Por primera vez, creo que su berraca jodedera con lo del cuento de la política es aceptable. Los dos viejos se quedan alegando. Los parroquialismos y eufemismos políticos de los que no se ha podido sacudir esta patria. Yo parto corriendo, no sin antes picarle el ojo a Yamilita, con mi cuento a medias, porque nunca me lo dejan acabar de contar y me encierro en el cuarto, para reconstruir, de la manera más objetiva que me sea posible, esta historia de fútbol de mi barrio sin delirar, pero sin dejar de lado la pasión que el fútbol despierta en cada uno de nosotros.

viernes, 18 de septiembre de 2009

VERSOS VERSUS

SI ALGUIEN PREGUNTA

Si alguien pregunta
diré que me he perdido
esta y aquella noche
en una selva del Caribe
enclavada en el vientre
de la tierra.

Si ahora preguntas
solo podré hablar de la
eterna noche, sin reproche
ni reloj, ni medida.
Del tinto y el alcohol,
del paladar y la locura
de telas de humo bañando
el zaguán.

Aquella y la otra noche.
me he perdido.

La selva aguarda, paciente.
Tras ella se esconde el
brillo mezquino de tus ojos.
En el arrebol de la brisa
en el tacto de tus dedos
impacientes.

Noche y selva,
aliento y sonrisa.
Musas y parcas de estos
espejismos que hay en mi,
en todo lado, por doquier.
De esos espejismos cercanos
con aroma de piel, a musgo,
al humus de tu sexo regado
en las paredes, en los minutos.
En la eternidad de tus longevas
miradas que fueron muerte y vida.
Esperanza y Verdad,
Mentira y juego.

Si alguien pregunta,
Si aquella noche eras tu o
tu más oportuna imagen,
si todo ocurrió en milimétrica
consecuencia o como consecuencia
de mi frenético desenfado
de noches frías y extremas
del Caribe,
Solo podré decir que aquella noche

Eras ¡SELVA!

CRONICAS A 24 CUADROS POR SEGUNDO

UN TRÍPTICO EN OPERA PRIMA.
Tres tomas de la Primera escena del cine mudo Colombiano







Entre pianos y lujos, libros y mercaderías provenientes del viejo mundo, en 1897, dos años después de la exitosa aparición del invento de los hermanos Lumiere en Paris, el proyector y la cámara de cine arribaron a Barranquilla y a Colón, aún ciudad colombiana.


Después de atravesar el país en alguno de los vapores que viajaban quedamente sobre las aguas doradas del río Magdalena, reflejo tropical de un país lleno de imágenes de ensueño, se presentó el cine en sociedad a los bogotanos en el Teatro Municipal de la Carrera octava.

Entre recuerdos confusos y memorias vagas, aquel día fue inolvidable porque la sala se había abarrotado para presenciar la ausencia de los personajes de la escena en carne propia, pero a cambio veían sin aliento casi la misma invención de Morel proyectada como un espectro de ultratumba sobre la pared desnuda, un umbral a cualquier parte, a cualquier cielo, a cualquier infierno, a los mismos sueños que luego en los cafés se transformaron en desconcertados comentarios alrededor del poder sin límite de la ciencia.

La guerra que duró mil días llenó de soledad las salas de cine, aumentó mucho más su silencio, lo prolongó hasta mediados de la década del diez, cuando las fragancias de la Belle Epoque europea aromatizaban a la capital y sus vientos tan contrastados con el parroquialismo y devoción católica, fueron llevando tantos adeptos a las salas de cine como a las iglesias. El séptimo arte se revitalizó y sus pioneros volvieron a salir en busca del país a través de sus imágenes.

1915 fue un año de estrenos: La fiesta del corpus y El drama del 15 de octubre, de los hermanos Di Donato, génesis del documental silente, se proyectaron sobre la pantalla que inhibida por la luz del cinematógrafo, titilaba reflejada sobre el rostro asombrado de sus espectadores, en medio de las románticas melodías de piano que acompañaban las imágenes danzando una tras otra en un ballet en blanco y negro.


Toma 1: 3,2,1 ACCIÓN; MARÍA: ¡OOOOOPERA PRIMA!



Del asombro al tedio había pasado el público de aquella época que quería ver algo más que paisajes y escenas cotidianas. La pantalla adolecía de drama, de ese músculo vital que le sobraba al teatro y bajo esa circunstancia, los promotores del cine nacional se vieron en la necesidad de hacer y difundir las primeras historias argumentales que, desde hacía un buen tiempo, se estaba realizando en todo el mundo.

Como fue el común denominador de la época, el cine argumental colombiano, echó mano de la literatura que se hallaba sobre la mayoría de mesas de noche colombianas de la época y a la luz del café se fue transformando en los guiones que darían vida a las primeras películas del cine mudo nacional.

En 1922, apareció el primer largometraje de ficción llamado "María" basado en la novela de Jorge Isaacs. El español Máximo Calvo Olmedo, quien trabajaba como distribuidor de cine en Panamá, decidió tomar las riendas del proyecto y presentar su idea a la Valley Film Company quien ser lanzó a ejecutar una película que en los escritorios podría ser un éxito, pero que con las condiciones técnicas del momento era una completa incertidumbre. Calvo estuvo a cargo de la cámara y el montaje. El guión y la dirección la hizo Alfredo del Diestro. La tramoya, Gilberto Forero y el vestuario estuvo a cargo de Emma Beltrán.

El reparto estuvo compuesto por Stella López Pomareda, Hernando Sinisterra, Margarita López Pomareda, Juan Del Diestro, Emma Roldán, Ernesto Ruiz, Jorge González, Alfredo Del Diestro, Ernesto Salcedo, Eduardo Salcedo, Francisco Rodríguez y Eduardo Salcedo Ospina, todos nombres de actores que ya nadie recuerda, que muy pocos conocen y que quedaron impresos en una de las tantas hojas del primer capítulo del libreto del cine colombiano.

María fue exhibida el 20 de octubre de 1922 en función privada en Buga y en Cali y el 11 de diciembre de 1924 en el Teatro Olimpia de Bogotá. Su proyección tuvo éxito, pero sobre todo, su aparición se convirtió en el primer ejemplo a seguir por otros importantes pioneros de la industria del cine que echaron mano de sus equipos y en medio de la precariedad, recrearon las letras a través de imágenes que recogieron el espíritu melodramático y costumbrista de la época.


Toma 2: Aura o las violetas, Tras la taquilla y las boletas



María había despertado un especial interés en el cine colombiano. Los asiduos espectadores comentaban al minucioso detalle los por menores de la cinta en esquinas, salones de onces y cafés. Hacía rato ya, que el público había dejado de frecuentar los parques para ver películas y en torno al séptimo arte ya existía un sentido crítico, un referente europeo para asistir al cine: Nadie masticaba entero y lo que sería la segunda película colombiana, debería superar en todo sentido a su predecesora.

A raíz del éxito económico de María, se fundó la Sociedad Industrial cinematográfica Latinoamericana, Sicla Films, de la cual hacían parte los hermanos Di Donatoque venían persiguiendo hacer de la realización del cine en Colombia un interesante negocio.

De este modo le encomendaron a Pedro Moreno Garzón, secretario de la firma, la selección del tema, quien optó por la puesta en escena de la novela Aura o las violetas de José María Vargas Vila, al resultar fácil de filmar y, porque junto a María y La vorágine, era una de las novelas colombianas más leídas del momento. Eso garantizaba el éxito que buscaban en taquilla.

Este drama romántico, de amantes utópicos y de situaciones adversas que jamás progresó ni terminó en nada, se empezó a rodar en 1923 en los estudios que la SICLA tenía en los jardines del salón Olimpia, situados donde quedaba hace unos años también el desparecido teatro El Cid.

Se levantó un tablado sobre el que se construyeron los interiores formados por bastidores forrados en cañamazo y en papel de colgadura. La película se iluminó con planchas de lata que reflejaban el sol, bruscamente, en el rostro de los protagonistas y montados en este endeble barco de papel tomó aguas la producción.

En medio de un proceder artesanal, de un empréstito adelantado más por las ganas de sus gestores que por su mismo conocimiento técnico alrededor del cine, y luego de encontrar con dificultades los protagonistas, Isabel Von Walden y Roberto Estrada Vergara, finalmente se culminó la cinta que fue exhibida en 1924 en el propio teatro Olimpia.

La obra tuvo muy buena recepción entre el público. De acuerdo a Pedro Moreno: “Se cuidó mucho la presentación moral de la película, porque la censura departamental era muy estricta, por ejemplo, respecto a los besos que debían ser muy rápidos, ya que los lentos no se admitían, motivo que causó la prohibición de varias películas, sobre todo francesas, por sus argumentos de infidelidades con besos apasionados”


Toma 3: LA TRAGEDIA DEL SILENCIO… EL MELODRAMA DEL CINE MUDO.



En 1924, la Tragedia del Silencio fue estrenada en el Teatro Faenza, un melodrama del cine mudo que, giró alrededor del amor y que fue gestado por Arturo Acevedo Vallarino, director de teatro que con el paso del tiempo se convirtió en uno de los más importantes hombres del cine colombiano.

Como herencia de las tablas, La Tragedia del Silencio mostró una mayor preocupación por el trabajo dramatúrgico y antes que ser una obra de gran éxito, se convirtió en la antecesora de Bajo el Cielo Antioqueño que tuvo una gran aceptación y un importante éxito comercial en el país y en el resto de lugares donde se exhibió.

El Guión estuvo a cargo del mismo Arturo Acevedo Vallarino, la fotografía la hizo Hernando Bernal y la Productora fue la Casa Cinematográfica Colombia


Estas tres operas primas marcarían el camino para nuevos intentos, algunos fallidos, otros que contaron con mejor suerte y que actualmente son el primer recuerdo cinematográfico que corre a 18 cuadros por segundo.

FICCIONES

REQUIEM POR FERNANDA


Carvalo abrió con fuerza la puerta del café dejándolo mudo, sin amotinamientos, sin lascivia, ni ideas. Ingresó lentamente, mientras el humo escalaba en procura del techo y la marejada de palabras lo inundaba todo. Era extraño verlo en este sitio a plena luz del día, alejado de la legión, y de sus hábitos transilvanos. Habían pasado dos años desde el último encuentro, dos largos años de grandes exilios y eternas lejanías del fuero de nuestra camaradería.

Se acercó a la mesa, sin el tranco fuerte y seguro de antes; venía agónico y devastado como una vieja y sobreviviente embarcación recién azotada por el huracán. Tomó asiento y sin mirarme advirtió: - Para cualquier efecto, No te he visto, no te conozco – ¡Cuan alejados estábamos del ayer, cuánto tiempo nos había separado hasta el punto de convertirnos en desconocidos! No refute el castigo. Ni opuse resistencia. No demandé explicaciones.

Nos arroyó el silencio, me envolvieron las dudas. Carvalo era hombre básico, de esos que ya poco frecuentan las calles; de un solo faz: de sinceridad absoluta. Algo realmente profundo le estaba carcomiendo desde adentro. ¿Los principios de nuestra, hoy, exigua revolución? ¿Qué otra cosa diferente lo podría traer entre los brazos de una agonía incapaz de morir o matar?

Evité mirarle a los ojos por temor a que esa infinita tristeza se me trasmitiese. Traía la boca seca y jadeante como enfermo terminal en procura de la muerte. Aquel dolor salía del fondo del corazón. Para no ahondar más en las aguas turbias de la especulación me entregué al alquitrán, al café y a la música a todo volumen, tratando de imaginar su felicidad tras el reencuentro prometido de los siete locos en la ciudad.

Al rato soltó una frase y detrás otra y otra más… Deshacía el nudo que le castigaba la garganta. Habló de una mujer de pantorrillas perfectas y finos cabellos ensortijados; de piernas largas y lisas como columnas dóricas, de senos carnosos y nalgas llenas de salsa; recorrimos centímetro a centímetro su dulce piel, trepamos por cada uno de los pasajes de aquel amor bíblico que, por cosas humanas, se le había alojado como un quiste maligno entre pecho y espalda.

No quería palmadas en el hombro, ni pésames melindrosos o alivios de luto. Deseaba sacar a un lugar visible el dolor para asesinarlo y poder sosegar el duro camino que le aguardaba por andar hasta el final de su vida.

Lo traía un mal de amor, en el vientre la abismal distancia de todo un futuro soñado y la realidad de un adiós inesperado. Caía por el vacío confuso que deja mucho cariño, un tanto de pasión y otro poco de sexo, mezclados entre recuerdos sublimes y perversos. Pasaron algunas horas y varios tintos por la mesa. Carvalo se apretó el último café un poco antes del medio día, aceptando con la frente en alto que había perdido… En profundo silencio, en comunidad con su devota masculinidad, se entregó con fragor… Al final, vencido y sin más remedio, compartiría sus próximos días con el fracaso, un viejo amigo que hacía rato no venía a acompañarle.

Del asunto, casi nada queda por decir. Después de cancelar la cuenta extrajo del bolsillo de la chaqueta un grupo de hojas arrugadas, un expediente de su despecho titulado Carta a Fernanda, una última epístola para aquella mujer perdida en algún recodo de la ciudad. Me la entregó y me encomendó que la enviase por él, sin dar más detalle al respecto, sin precisar una dirección, un correo. Se levantó y se largó empujado por la misma tormenta que lo llevó a aquel puerto.

Pronto la ciudad olió a comida y el día se partió en dos. La tarde me sorprendió sentado en una banca rumiando mis pensamientos, yo la pille girando a mi alrededor a la velocidad del bus que se detiene en todas las paradas. Apreté aquellas hojas, pretendiendo enviarlas a algún destinatario, a aquella mujer que de Camel y Rosado, oliendo a cielo, se despidió en una parada del bus prometiendo su pronto regreso, luego de resolver no sé cuantas mierdas pendientes en otras latitudes de este país de incontables recovecos. ¡Pura especulación!

¿Por cuánto tiempo estuvo aquella carta en mi bolsillo? ¿Cuántos parajes urbanos recorrió? ¿Cuántas veces estuve tentado a dejarla en algún buzón, en las manos de una bella mujer, bajo la almohada de una mujer de ensueño, confundida sobre una mesa de juego, sobre cualquier mesa?

En este juego del destino con sabor a tango, me correspondió hacer las veces de intérprete de otras canciones y por cuestiones de la misma vida, pondré en conocimiento de ustedes, lectores dilectos, en un pregón general para exorcizar el alma de mi gran amigo Carvalo, ya como único recurso para hacer llegar el mensaje, de estas líneas escritas desde sus entrañas, a su destinataria final, en una suerte de evangelio, que de paso, puede ayudar a curar a muchos otros de esos males ficticios y múltiples fetiches que trae asociados el amor, cuando se parece a la perfección y raya en la ficción y la utopía.


Carta a Fernanda.

De mi soledad, de los dos, de la forma del mundo.

Linda:

Las tardes soleadas se disuelven entre grises nubarrones los domingos, los lunes... La pesadez ha dejado de manifestarse entre las tenues consecuencias de la resaca y mientras el tiempo talla su huella sobre nuestro cuerpo, sin establecer si el producto final será convertirnos en nada, en idea pasada o en promesa incierta, el artesanal proceso de creer se transforma en ciencia compleja que mi necio entender y querer no son capaces de enfrentar.

No pretendo transgredir espacios sencillos ni complejos y así me abandono en el pensamiento que, es recuerdo a la vez, y engendro mi propio anacronismo detrás de telillas de humo, mirando al suelo, hurgando en el tacho de basura, sintiendo lejanamente el tibus vento freso, que no es otra cosa que la fresca fragancia de la brisa que suelo respirar luego de largas noches de tormentas de arena.

Aprieto un poco más, huyo como paria del establecimiento y su norma anónima, de la regla confinadora, del fin de toda esperanza y el mundo ya no es mundo; apenas equivocación. El último confín, las rejas más lejanas no se abren y cansado de tanto correr hacia allá, hacía ningún lado, reflexiono y entiendo que jamás podré huir de mi, ni ser un nómada dentro de este cuerpo; solo jefe, poseedor de verdades relativas y mentiras mutantes. Acudo a la narrativa, a la creación de universos más absurdos y cuando el sedante de esa pequeña libertad se difumina, quisiera tomar a Dios por el cuello y sacudirlo para que me aplaste de frente, viéndome a los ojos.

Y poco después me embarga el temor, se siembra la condena aquella del yo pecador, malo, sucio, tercermundista, al punto que mis pensamientos se deshacen como algodón de azúcar, pues el matiz pagano de los desafíos se está escribiendo en el libro sumarial de las condenas eternas.

Guardo silencio y me percibo como moneda lanzada al aire, muy alto, muy lejos; caigo y trato de escuchar los latidos de mi corazón... Ahora que lo recuerdo, nunca los he oído; lo más próximo, el sonido de las manecillas del reloj que se abraza fielmente a mi muñeca. Cierro los ojos y te imagino para escaparle a las cuatro paredes que me atrapan.

Te recuerdo toda morena, toda dulzura, riendo a carcajadas, recorriendo sin temor las calles, erguida como reinita de paradero, sugiriéndome vivir en los huecos del tamaño de un apartamento que hay en el asfalto de las avenidas, saltando por las terrazas de los inmensos edificios: 2600 metros más cerca de las estrellas, a un metro de la locura. Recuerdo nuestras tardes de café y el alba sorprendiendo nuestros cuerpos desnudos al ras de la tierra, cesantes, ardientes... insaciables.

Rememoro una a una nuestras carreras nocturnas tratando de ver en los graffitis de las paredes, las líneas de expresión del rostro de esta ciudad que es mujer inconstante, indefinible, cambiante e interesante como señora de cuarenta años a quien la juventud no termina de pasarle. Su piel mixta, su tórrido destino, su desenfrenada locura, su promesa de mejorar para nosotros, nos persigue hasta los confines de la tragedia amorosa que significa fundirse en un único cuerpo, en un alma inseparable.

La maquiavélica señorita Bogotá, enfundada en su elegante traje oscuro de brillantes blancos y prendedor de luna, nos condujo varias veces a alguna de sus iglesias, a alguna de sus legiones de fe y nos obligó a persignarnos como parte del culto en el que le juramos fidelidad hasta la muerte en la impúdica penumbra, cuando los semáforos se convierten en putas y nosotros dos en cómplices.

No pudimos escapar a ese juramento, ni faltar a su promesa; No pudimos dejar de celebrar nuestro rito carnal sobre sus verdes altares a cielo abierto, fue imposible acallar toda la animalidad que con esfuerzo contuvimos por mucho tiempo durante el día, fue imposible alejarnos de la corte de faunos que nos embriagaban al son de sus tonadas en medio del tórrido carnaval de abundantes viandas, carne y licor que se recreaba en cualquiera de sus costillas. Pudimos verla a los ojos, pudimos besar sus labios y trazar con nuestros pasos una caricia en su vientre crispado ya, por la larga espera del amante que en todas las mañanas vendría del cielo y fecundaría con el rocío su deseo maternal para satisfacer todo y cada uno de los bajos caprichos que, entre el cantar de los pájaros, nos darían fuerzas para sobrevivir a la formalidad del día siguiente.

Me transporto a nuestros paseos desafanados trasegando sobre sus calles repletas de moralidad y por fin te veo fuera de mi, mujer esbelta, magra, de rasgos afilados, de ojos tan oscuros como tus pensamientos, tomándome de la mano sin vergüenza, desafiando mi complicación. Luego, tus tacones altos y tus tobillos delgados me transportan a la tiendita del centro donde el tiempo nunca pasaba y la música ligera se convertía en la banda sonora de nuestro amor.

El trago, el arrabal, la veintidós, la gran vía de la libertad añorada por los dos y tu apuesta con la que me ibas a enseñar a triunfar, a jugar como vencedor y no como perdedor... ¡Como lo que siempre he sido!

Te veo esperándome afanada, con el cabello recogido en la parada del bus de aquel pueblo caliente de piscinas cochinas, de fiesta prolongada hasta el amanecer, de sueño pasajero sobre mecedoras de hierro, de febriles abrazos y caricias, rodeando el hilo que separaba mi mano de tu monte de venus, de esos labios apretados que se cerraban y abrían por cada roce, por todos y cada uno de nuestros besos, haciendo agua la abstinencia de los bañistas hipnotizados por nuestra danza despreocupada dentro de la pileta.

Te recuerdo huyéndole a la presa de gallina que te tocó en el almuerzo del día siguiente, tomándonos las manos a escondidas en la silla trasera del automóvil, viendo el campo grandísimo donde, después, te dije que quería quedarme a vivir contigo, con mi hijo, presenciando la lenta muerte del atardecer y a la vez, esperando la noche para deleitarme acuciosamente con el aroma de pan fresco que siempre expira tu vientre. Ese día nos venció el calor y dormimos hasta elevarnos al frío.

Voy más atrás, tu rostro ni tu cuerpo jamás fueron los mismos. Percibo una cara larga, una jardinera de cuadros y un saco azul en tiempos del colegio, una voz aguda enfundada en un vestido corto de flores escondiendo parcialmente tus exagerados volúmenes. Me abrazabas por la espalda en un puerto más allá de la frontera, mirando desde el balcón el horizonte plagado de tejas viejas, de gallinazos y el contra flujo de las aguas del mar y del río reclamándose mutuamente.

Me hablabas al oído de tus apetitos carnales, mientras la sal y el calor carcomía tu sexo en oleadas de deseo, al punto de andar sin ropa interior para apaciguar la bestia que meneabas frente a mis ojos, luego en el malecón, y que más tarde sin mayor resistencia, castigaría con mi irrefrenable ansiedad hasta dejarla convertida en un apacible gatito dormitando la cena.

Y por más que intento atrapar tu rostro, desaparece entre mis desaforadas visiones solitarias; entiendo que todo el tiempo has estado dentro de mi y, gracias a tu afable mimetismo, te has convertido en una ficción encarnada en el cuerpo de otras damas que se fueron cansadas de comportarse como una réplica tuya ¨mujer ideal¨.

Ahora solo, una vez más, lo tengo claro; andas ausente, preocupada no se por cuantas cosas, lejos y mientras decides volver y nuestro amor depende más del recuerdo que del sexo, te ratificas cruelmente en mi imaginario; en otras palabras: imposible. Ríes con sarcasmo y me botas al tacho como basura, sin dar explicaciones.

Partes y no te encuentro, no deseas que te halle en otra noche de cacería, ejecutas tu danza de desapego y esta última vez que me dejaste en un punto intangible y lejano de la ciudad, tratándome como a un bandido de mierda, me mataste con las técnicas taxidérmicas de un perfecto asesino.

Abro los ojos y estoy vivo, enclaustrado en el palpitar del mio core que ha estado allí por siempre como un bandoneón vomitando melancolía. Nuevamente el mundo... ¡No pierde su forma! Tampoco sus distancias. El piso, las paredes, la basura, el último cigarrillo. Redescubro tu integra pertenencia al universo que me encierra; no eres diferente a nada. Caigo como moneda mientras veo en el descenso este rosario de recuerdos encontrados, dulces y amargos... Nada que hacer: estoy solo y abandonado.

Antes de que el frío me obligue a enterrarme entre las cobijas, pienso que jamás seré un súper hombre, ni tendré una vida peligrosa e interesante como la de aquellos tipos de la película de persecuciones en París y asesinatos en toda Francia que vimos alguna vez. ¿Qué clase de vida es esta? Me pregunto desconsolado.

Sin emoción me remito a la pluma, a manejarme en el terreno menos doloroso, a generar especulación, la acción que creo tu necesitas; luego abro el espeso libro de la mesa de noche, encuentro otras ficciones y retozo en la cama por un rato. Escruto en el pasado y trato de ganar con engaños; vuelvo a perder.

Te veo de pie sobre la nada como reinita de paradero observando como duermo a mi pequeño en la casa irreal del campo soleado, cerca al pueblo de piscinas cochinas, esperando que suene la música, el último momento entre los dos, y me sacas a bailar amada mía, en esta trasnochada rutina, mientras al oído me enamoras diciendo que me convertirás en bolero sobre la cama y con la cadencia de tus movimientos calculados, pones en duda mi virilidad para obligarme a ser tango, a romper tu paciencia, a afirmar tu fertilidad.

Y vuelves a reír sarcástica al escuchar estás fantasías en el filo del sueño porque, la verdad sea dicha, nunca, pero nunca me has amado. Otra vez y por fin, esta vez de verdad y para siempre, decido olvidarte.

Mis esperanzas caen con las lágrimas sobre las sábanas, lo que queda del cigarro al tacho y aunque los párpados se me cierran cargados de angustia, decido no esperarte más. Obviamente, jamás fuiste la excepción. Contigo jugué a perder y hoy… ¡ja!

Hoy te pierdo nuevamente.