viernes, 25 de septiembre de 2009

FICCIONES

UN SUEÑO… UN DELIRIO.



Septiembre huía por las montañas alejándose del mar, evitando la muerte que lo acechaba en las costas como se lo había vaticinado una robusta hechicera antes de que los romanos lo encontraran hablando con la princesa Sol, en una de las habitaciones de su palacio en Constantinopla de donde había tenido que huir saltando como un gato por los tejados de la ciudad en contra de su voluntad. Los vientos del destino marcaban rutas diferentes para los dos y las cartas de navegación del futuro, apenas, confluían vagamente en confusos y lejanos puntos de encuentro. La suerte estaba echada desde la misma noche de luna llena en que se habían clavado fijamente sus miradas, en una alejada y elevada terraza desde la que el mar de mármara parecía un espejo infinito diseñado para que los dioses se miraran en el.

Desde entonces los días y las noches, habrían embadurnado el corazón vengador de Septiembre de las fragancias dulces del amor y de los finos aceites de una pasión agitada que no habría encontrado escenario para consumarse, dejando en el ambiente lánguidos y tórridos encuentros que no terminaban en nada más que suspiros y tímidos apretones de manos que a la final, se transformaron en grandes dudas en su objetivo final de llegar a Roma para acabar de raíz con el imperio que le había asediado desde niño, cuando se vio obligado a huir de Shangri La para vivir entre los pandas rojos y encontrar en Ibis, la leopardo de la Nieve, una madre cuyos pasos firmes y fuertes, iluminados por el incansable brillo de sus grandes ojos, lo habrían llevado hasta el otro lado de la tierra, en dónde Atila luego lo incorporaría a la legión de los Hunos, cuando lo encontró batallando solo contra nueve soldados romanos.

Atila vio en sus ojos el hirviente volcán que él mismo llevaba dentro y sin menos preciar la fuerza exagerada que se vertía en cada golpe con un profundo y poderoso odio contra el Imperio Romano, lo hizo uno de sus más fieros hombres en el frente de guerra, uno de sus allegados en el círculo del infierno dentro del que solían azotar el mundo entero sin que existiese fuerza suficiente para detenerlos. Cada uno perseguía su propia utopía y en las fogatas nocturnas anhelaban librar la batalla final contra sus propios demonios, a sabiendas que allí podrían morir con ellos su gloria.




Como en aquel entonces, antes de que el Rey de los Hunos lo encontrara, Septiembre vagaba por las montañas orientado por su instinto de supervivencia. Treinta lunas habían pasado ya de aquella abrupta salida de Constantinopla y mientras encaraba la huida con fiereza, sus turbios pensamientos empezaban a retumbar sobre su voluntad insurrecta y Sol, se apoderaba como un maleficio de las horas que se asemejaban a las eternas y frías noche sin fin de Siberia, plagadas de sueños y delirios, de repentinos encuentros frente a frente con la piel irrestrictamente dorada de la princesa y sus cabellos oscuros meciéndose con las ramas de los árboles, acompasados por esa mirada acechante que provenía de todas partes, despojándolo de la fortaleza que lo mantenía vivo, de la única forma que tenía para entender el mundo y sobrevivir como fiera salvaje dentro de el.

Septiembre se había convertido en un tigre agazapado y errático; confundido entre sus necesidades viscerales, no tenía el poder de obrar dentro del prudente silencio de cazador que aprendió de Ibis y que lo había inmortalizado como al Yeti en los profundos blancos del Himalaya. Sus visiones lo acercaban al canto de la costa en el hermoso cuerpo de la Princesa, pero su sensatez lo llevaba a cuestas hacia los picos de la cordillera en busca de la voz más profunda, en busca de la sabiduría de la madre Leopardo para dominar el monstruoso monzón que lo estaba devastando por dentro, a pesar de que el venerado gato blanco estaba tan lejano como la propia posibilidad de salir vivo de la trampa mortal que lo estaba asfixiando, tenía la plena certeza de que lo encontraría esperándolo.



De pronto sus fuerzas desaparecieron y ya no pudo ir hacia ningún lado; en el medio de la tensión cayó dormido en sueño profundo y peregrino. Como un vampiro al borde del anochecer se lanzó en vuelo sobre los montes taciturnos y descendió buscando el eterno atardecer que veía en los ojos de Sol irrumpiendo dentro de su habitación. La encontró durmiendo profundamente en medio de una estancia llena de alfombras, flores y lujos, inexpugnablemente bella, separada de todo lo humano. Así que antes de acariciarla, de dañar esta escena divina con sus burdas manos, se transformó en leopardo y se echó sobre el tapete, ahincando sus ojos en la escena, apresando esta imagen para la eternidad, atrapando el fuego de aquel cuerpo abandonado a cualquier juego, sobre el que se abalanzaría como perfume, para reducir todo su aire y estrechar su piel junto a la de ella, y luego fagocitarla con la ternura propia de un caníbal.

Al final de muchos sueños conciliados en la alfombra o sentado en el marco de la ventana, pudo ver el despertar radiante de Sol echa primavera, luego de un largo ayuno, con una sonrisa cómplice y completamente consciente de que Septiembre la espiaba pacientemente. Así que, ella se levantó y a su paso todo se fue transformando en un amplio campo de trigo, sobre el cual sus manos hacían danzar las espigas y en el que fueron cayendo sus vestimentas hasta quedar completamente desnuda como la arena de la playa.

Era armoniosa como el arpa que solía amenizar las tardes de prosa, etérea como el agua, incierta como el viento, brillante como su mismo nombre. Perfecta como la rueda del destino. Mientras Septiembre la veía, recordó el día en que, por primera vez, se se sentaron a la mesa. Ella lo espiaba a hurtadillas con gran interés, mientras él trataba de seguir al pie de la letra el complejo protocolo que dictaba la ocasión a todos sus comensales. Esa misma noche apartados de la fiesta, Sol sin guardar distancias ni reparos, confrontó abiertamente a Septiembre en una alejada terraza, y sin el mínimo rezago de duda le hizo saber que él no era el alto dignatario que decía ser y que sus verdaderas intensiones se anteponían entre lo que representaba y lo que realmente era.

- Si así lo quisiera usted, sería carne para los leones.
- Y por qué pensar que no voy a serlo.
- Porque leo el destino en los ojos de los otros y a juzgar por los indicios de dolor que hay en su mirada, creo que es carne para paladares más exquisitos.
- Si quisiera, podría clavarle una sica en el cuello antes de que pudiera parpadear.
- Si hubiese querido hacerlo nos habría matado a todos en la mesa sin necesitarla. ¿Por qué no lo hizo? Eso es algo que me gustaría saber. Pero para beneficio de esta conversación y para su tranquilidad no diré nada. ¿Por qué? No diré nada.

Septiembre quedó sumido en un prolongado mutismo, en una marejada de frustrado odio, sin la capacidad de ejecutar a la princesa en un solo movimiento; Sol simplemente le dio a la espalda y, como si se conociesen de toda la vida, le contó con soltura lo que había sido su niñez frente a los regimientos de soldados que tenía a cargo su padre y el sumario de largos viajes en los que se había desenvuelto el resto de su vida antes de llegar a Tracia. Septiembre descubrió la rúbrica imperceptible de la confianza que no había encontrado en ningún otro romano.
De aquella noche a la siguiente y en lo sucesivo, las charlas entre los jardines y los paseos del palacio se hicieron continuas y como una novela por capítulos, Septiembre le contó toda su vida. Ella escuchaba atenta una y otra vez las historias de Shangri La y desde entonces quiso poder conocer lo que para el antiguo mundo era un completo misterio: la existencia de un país que como la Atlantida hacía parte de las leyendas. Sol sentía una irresistible atracción y Septiembre le correspondía guardando las distancias y las fronteras que la misma suerte les había puesto, a pesar que desde su primer encuentro habían sobrevivido al lazo de provocación que los llevaba atados peligrosamente en medio de un imperio que no dejaba de verlos con desconfianza y que desde el mismo principio, habría podido terminar en una noche de sexo salvaje en cualquier rincón de la hermosa Constantinopla.

Todo eso pasó por sus ojos en fracción de segundos. Ahora, las miradas se cruzaban en un baile sosegado, sin reparos yendo más allá de la desnudez física, encontrando los elementos para atizar el fuego que con dificultad se mantenía controlado entre los dos. Se acercaron aliento contra aliento, desprovistos de los temores que los acechaban por los pasillos y se lanzaron como gatos acariciándose con sus propios cuerpos, lamiéndose con ternura, acicalándose sobre el suelo como dos pequeños cachorros encantados por la presencia del otro.

Se lanzaron a atravesar la noche, treparon por las ramas altas de los viejos árboles que señalaban el camino hacia una montaña rodeada por grandes espejos, milenarios glaciales que protegían a la gran ciudad sagrada de Shangri La. Se sumergieron en las aguas de los estanques termales y como un par de serpientes se anudaron fuertemente al punto de la muerte. Se hicieron vapor de agua, fragancia de naturaleza fuerte y salvaje, fuego azul del Himalaya, estrellas en el cielo claro e irreal del techo del planeta. Dando botes por las escaleras cayeron sobre una gran plazoleta en dónde Ibis se bañaba los bigotes con saliva.

Ibis rodeo a Sol y la olisqueó sin afán, la empujó con su cabeza hacia uno de los extremos del lugar y la llevó a un risco desde donde el día nacía, tratando de insinuarle que lo que vería allí sería el nuevo amanecer de una nueva época. La luz radiante se apoderó de todo; Ibis lamió sus cuerpos extensamente y les dio de beber de su leche, tal cuál como Luperca lo había hecho con Remo y Rómulo, fundando en un nuevo rito los dos pilares de la nueva raza que reinaría y liberaría al Shangri La de los excesos que, desde el Lacio, se habían apoderado de todo el mundo. Cuando la tibia Leche dejó de correr y Sol y Septiembre habían saciado su apetito, tomó la delantera y le indicó a su aprendiz que debía seguirle. Sol intentó hacer lo mismo pero con un gruñido intimidante la detuvo y la obligó a partir en dirección contraria.

La Diosa Fortuna ya había designado el futuro. Ibis se ratificaba sobre el profundo hecho que tienen los acontecimientos dentro del tiempo lineal de los hombres. Nada sucedería arbitrariamente y probablemente, ese poder superior a los dos, era el que siempre se habría encargado de mantener sus verdaderos deseos en la penumbra con una firmeza que excedía toda voluntad humana e inexplicablemente no los abandonaba ni en sus sueños.

Ahora todo era más confuso, habrían conjurado un pacto casi filial, una boda de leche que los sumía en un limbo mayor y doloroso; cada quien debería marchar por su lado. El uno, desterrado por las montañas… el otro, deslizándose errantemente sobre las aguas del Mediterráneo, cuyo oráculo advertía la persecución y la muerte para Sol por su traición. Ninguno podría intervenir en el destino del otro, cada quién debería superar las vicisitudes para probablemente volverse a cruzar en un recodo del futuro que no era garantía de absolutamente nada, ni un sendero hacia la pasión, ni mucho menos hacia el amor. Habría que esperar las próximas instrucciones del destino y dormir por muchas noches sosteniendo ese mismo sueño relamido que terminó convirtiéndose en delirio.

Procto encontró a Septiembre después de tres meses de afanadas búsquedas por las escarpadas y caprichosas montañas Rodope de la vieja Tracia. Estaba tirado y delirante al borde de un camino y custodiado por tres grandes leopardos blancos. Lo encontró justo, cuando los susurros de la muerte y de los espíritus complicaban el rastreo, pero sobre todo cuando su propia voz desesperanzada, clamaba a gritos salir de la misma garganta del diablo.

Los Romanos habían decidido incendiar cada palmo de los montes para deshacerse de Septiembre, cerrar cada camino, cada vereda para detener los designios del tiempo; era un verdadero milagro encontrarlo allí a expensa de todo. Los grandes gatos se levantaron y pronto tomaron camino hacia la cúspide. Sin darse tiempo, Procto se echó en hombros a Septiembre para buscar un lugar en dónde guarnecerse y esperar la noche para emprender la huida hacia el campamento en dónde hasta el propio Atila lo estaba esperando.
Septiembre abrió con dificultad los ojos y vio a Procto. Le sonrió.

- ¿Y Sol?
- No es momento para hablar de nada.

Cuando emprendían su camino hacia el bosque, nuevamente pudo escuchar el arrullo de los cabellos de Sol mecidos por el viento y en la lejanía pudo verla. ¿Qué era lo que los unía y mantenía entre el cielo y el infierno? Ella sin titubear le respondió: ¨La tentación y el deseo¨.

Luego despareció como en el sueño, pero ahora convertida en delirio.



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