lunes, 21 de septiembre de 2009

LA OTRA VERSIÓN

EL JUEGO DE LA VISPERA.
UNA TARDE DE CONTRADICTORIOS RECUERDOS
(Primera entrega)

Aquel diciembre de 1997 los habitantes de la Aurora se habían volcado sobre sus calles en una indescifrable felicidad que no podía compartir el resto de Bogotá. Por esos días de verano capitalino, soleados y avasallados por la brisa fría, los malos olores de Doña Juana empezaban a expirar, las gripas a abandonar las calles del barrio y el rumor agigantado de que el nuevo presidente de la República sería Andrés Pastrana, era el tema de discusión en los cafés del barrio. Baldobino, el más viejo de los bohemios auroreños, se resistía a creer que la Aurora estuviese dispuesta a apoyar la candidatura del hijo de quién, precisamente, los había cortado de raíz toda posibilidad de obtener una casa propia. En años el barrio estaba, por primera vez, dividido políticamente a causa de la ausencia de nuevos líderes que encerraran la filosofía primigenia con la cual, el vecindario, se había prendido en las faldas de la loma, contra los designios de Dios, de la policía y de muchos desalojos ordenados por múltiples calanchines de turno.

Sin embargo, predominaba el optimismo; y no era por el pago de la prima decembrina, ni a las fiestas de final de año; ni siquiera al reencuentro de unos y otros tras el largo paso del deshojado calendario de ese infame 1997 que estaba a punto de culminar. Tanta gente pintando los andenes, como botellas de cerveza regadas sobre el pavimento, sólo podía tener una explicación patentada en la cotidianidad de una comunidad como la auroreña: El Fútbol, aclarando, eso si, que no se trataba por el apabullante triunfo del América de Cali en un campeonato de 18 tortuosos meses y con más vueltas que la montaña rusa del Salitre Mágico, ni por el mundial del siguiente año.

Todo era producto de la victoria del equipo local en todos los campeonatos en los cuales había sido inscrito y por la reciente invitación a competir en el Hexagonal del Olaya Herrera, gracias a su magnifico cuadro de triunfos –cuatro trofeos en total-, y a raíz de una serie de fraudes e irregularidades que dejaron por fuera a uno de los equipos de este tradicional torneo del sur de Bogotá. La sonrisa esquiva de la suerte por fin estaba de lado de la Aurora y mientras la injusticia partía de giro a otro barrio de la localidad, para ratificarse en la conciencia de los pobres como su propiedad inajenable en el extenso margen de sus sumisos y católicos días, las discusiones políticas apenas eran una lágrima en mitad de una gran carcajada. Sólo había tiempo para hablar de ese maldito deporte de 22 pelotas de carne, corriendo detrás de otra más grande y de cuero.

En las cantinas se recordaba con un singular espíritu estoico, como si el tema de conversación fuese el propio siglo de oro de Pericles, el valor poético del juego trazado a pincel, a contraluz sobre el fino vidrio del césped; de un buen juego sostenido por un sistema de defensa que se desdoblaba y salía al ataque en bloque.

Quién iba a pensar que un sistema de defensa bien plantada podía ser el trasnocho de la mafia futbolera de la capital, genuflexa frente a la técnica y táctica del “Super Deportivo La Aurora Fútbol Club Drogas la 40 Sur”. Faltando apenas una fecha para culminar el hexagonal, era la escuadra más opcionada para obtener el título. – ¡Ignominia!- gritaban encerrados en sus oficinas los patriarcas del fútbol.

Para don Víctor Martínez, propietario del equipo, significaba el mayor logro de su vida y la inscripción de su nombre en los libros de la historia deportiva de la capital como el hombre que a punto de esfuerzos anónimos, había logrado poner en vergüenza el patético discurso futbolístico de Bogotá.

A “Martinitos”, como le decían de cariño en el barrio, no dejaba de preocuparle las condiciones en contra con las cuales su equipo llegaba al último encuentro. A Seguros Franco le bastaba el empate para colgarse la medalla; al Super Depor solo le servía ganar, pues así llegaba a tener los mismos puntos de su adversario y con una cuota de tres goles, se evitaba el engorroso trámite de tiempos suplementarios, muerte súbita y hasta penaltis. Como cabeza de club se veía obligado a no demostrar su ansiedad y en la tarde, cuando ofreciera el asado en la cancha de la Aurora, debería verse seguro, lozano, rozagante y sonriente. Mientras observaba el despejado cielo, sacó de su escritorio una botella de antioqueño y a punta de tragos se dejó embargar por sus recuerdos.

Como jinete cabalgando en la lluvia se desvaneció dentro de su propia soledad y recorrió cada una de las empobrecidas esquinas auroreñas. Hizo una larga pausa en medio del aguacero de granizos aplomados que caía cuando llegó a Bogotá con una maleta miserable, escapando de tanta bala cruzada y zigzagueante que resquebrajaba madera, asesinaba esperanzas, sin orden ni ley en un lejano pueblo de los llanos orientales, por sus supuestos vínculos con la guerrilla.

En 1974, diez años después, su puesto en la plaza de mercado le dio un rubro extra para sobrevivir con algunos modestos lujos. Por ellos llegó doña Carmen a brazos de Martinitos y por ella, Martinitos, se empezó a amañar menos en la casa y a desviar algunos de esos dineros para realizar uno de sus grandes sueños: crear su propio equipo de fútbol, “Las Estrellas de la Aurora”.

La recordaba porque aquella escuadra, de todas las demás, había sido la mejor hasta ahora. Si el equipo actual era comparado con el Brasil que jugaría el siguiente mundial, el de entonces tenía un estilo similar de juego al del Perú de Cubillas y compañía. –Sin lugar a dudas habríamos sido campeones- pensó Martinitos mientras se apretaba un guaro entre pecho y espalda. Aquella época fue tan gloriosa por los logros como los percances; ello hacía de esa fotografía antigua una valiosa reliquia en la que se destacaban los añejos domingos de fútbol y en los que el equipo tenía que aplazar sus partidos para patear los gases lacrimógenos de los policías empeñados en desalojarlos de los predios que, con sagacidad, habían sido vendidos en diligencias ficticias por políticos corruptos. Ni las continuas furruscas lograron diezmar el triunfo del equipo que, en ocasiones, se veía obligado a jugar hasta tres encuentros en una misma fecha.

Sólo el incidente sucedido en la cancha de la Estrella en Ciudad Bolívar detuvo el sueño de la Aurora… en uno de sus tragos más amargos. Ese domingo soleado, tan alegre como el de hoy y también a punto de conseguir el trofeo del campeonato del sur, se jugó el encuentro más intenso y el último de aquella escuadra.

Entre el jolgorio de la gente de la calle y el radiecito afónico de su oficina, le pareció estar viendo como un grupo de muchachos armados ingresó al campo de juego y asesinó a Rafael García y a Edmundo Guerrero, ambos volantes de contención, a la vez que amenazaban a todo el equipo y les daban 24 horas para abandonar la ciudad. Les sindicaron de ser guerrilleros y unos cuantos años después, sin ser esclarecidos los hechos, Martinitos se enteró que el crimen había sido ordenado por la policía y cometido por un recién formado escuadrón de la muerte que azotó y aterrorizó las goteras de la ciudad.

Martinitos cerró su escuela de fútbol en lo que restó de la década. Abatido por los hechos, se convirtió en el padrino de La Aurora y cansado de llevar una vida recta, ejemplar, en últimas de tonto, optó por sumarse al listado de personas involucradas en la vida ilícita del país. Transportando en su camión marihuana camuflada, amasó un capital para comprar armas. –Si los tombos entrenan, acompañan y brindan la logística a sus grupos de muerte, porque no he de hacer lo mismo para protegerme a mi y al barrio- sentenció como gendarme de cara al campo de batalla y formó su propio ejercito para cobrar venganza por lo acontecido en el campo de fútbol de La Estrella.

El Ejercito de Martinitos mató a los quince homicidas en una operación exacta en la cual hubo tiempo para hacer un breve juicio, una plegaría y unas últimas palabras por parte de los recién idos.

Aunque su nombre se hallaba completamente desvinculado de esa estela de violencia, todos sabían que detrás de los hechos se encontraba su mano. Por esos días se fijo la meta, a corto plazo, de que el barrio debería marchar hacia el progreso y como lo enunciara el ex presidente Monroe, Martinitos en una de las esquinas del barrio afirmó: "La Aurora para los auroreños". Cosa que no trascendió de ser una frase célebre, apenas un decir, porque el barrio se convirtió en un territorio de nuevos inmigrantes llegando aterrorizados por el exceso de plomo en la dieta diaria.

En un examen de conciencia tardío, sobre 1989, cuando vio que su modelo de progreso trajo consigo la descomposición social de la comunidad y los vicios del dinero fácil, consciente de que el negocio de las drogas se hacía más industrial y menos artesanal, vaticinando la caída de los grandes capos, decidió poner fin a sus actividades ilícitas y blanquear todos los activos en una modesta cadena de 350 droguerías y otros negocios de los cuales no tengo conocimiento. Se decía por entonces que Martinitos era un colaborador de varias "causas justas en el mundo", ¡vaya usted a saber! De todos modos, su actividad central era la venta de farmacéuticos. A nivel genérico, seguía trabajando en un negocio de su gusto.

Durante todo el año, impulsó una serie de asesinatos selectivos para limpiar el barrio y refundo su escuela de fútbol con el firme propósito de crear una nueva estructura social y un entorno sano para que la comunidad, y sobre todo la juventud, volviera a agruparse en un ambiente saludable. El proyecto funcionó a cabalidad; todos los jíbaros y viciosos del barrio desaparecieron. O por lo menos se escondieron.

Apenas en 1997, aparecía un equipo completamente integrado por habitantes del barrio y capaz de compararse a la artística escuadra de "Las Estrellas de la Aurora". Los últimos recuerdos del momento lo llevaban y traían al 74, a las gambetas del "Calvo" Marín, a los disparos de misil de Gutiérrez, al juego pausado e inteligente del puntero izquierdo, el flaco Castellanos, a los desbordes tipo tren bala de Antonio Rodríguez, a la muerte de los volantes de contención y finalmente, a la pareja de defensas centrales, compuesta por el Negro Ramírez y el Calidoso Robles, quién días después del incidente de la Estrella, lo vieron partir con una mochila al hombro, un par de discos y una caja de libros hacia la montaña, con la mirada perdida en el horizonte.

Muchos aún afirman que se drogó y sin control de sí, salió en busca de la muerte; personas más místicas como Doña Barbarita, mano derecha del cura Gómez, justificaron su desaparición como respuesta a la muerte de sus amigos de tertulias interminables, abandonando la ciudad como una criatura errante hacía sus goteras, en donde murió de pena moral y se convirtió en un ángel extraviado del cielo que transita con un par de discos, una caja de libros y su morral por los desfiladeros de Ciudad Bolívar en noches de extrema penumbra.

- ¡Qué tipo de cuento es ese, mijo! ¿Quién ha dicho que un ángel carga esas... Dios me perdone, huevonadas consigo mismo? - Afirma enérgica Doña Barbarita, salida de sus vestiduras-

- ¡Doña Bárbara, carajo!, no sea obscena y no juegue con los designios de Dios. - Le respondo con enérgico convencimiento para demostrarle que los purismos religiosos están mandados a recoger y que a la imagen. - ¡Hágame el favor vuelva y persígnese! - del Milagroso o Calidoso Robles debe gozar de unas características más poéticas, más cercanas al rock en español. La vieja se ríe, ordena un guaro y responde:

- ¡Hágame el favor!

Se arma la de Troya y la señora pierde toda vocación espiritual. Se desafana de todo el mal léxico que conoce y arremete, sin importar nada, contra mi madre. Me corretea por el café y todo el corrillo no hace más que reír. Alcanza a atraparme por el cuello y cuando está a punto de agarrarme a chamizo, aparece Don Baldobino su esposo y la detiene

- Mujer, ¿qué está haciendo?
- Sacándole a este el demonio de su cuerpo.

El viejo ríe y esto enerva a la mujer a tal punto que queda completamente quieta.

- Y eso sumerce, ¿cómo es que usted sabe que el muchacho tiene al diablo adentro?

- ¡Como lo he sabido toda la vida! A punta de fe.

El viejo ríe nuevamente. Su carcajada retumba por los rincones del café y luego de rascarse los ojos le pregunta a qué obedece su furia y todo ese espectáculo en el cual está sumergida. Doña Barbarita le explica.

- ¡Ajajajaja! Ese hombre, no es ni mucho menos un santo. Ese pobre muchacho es la víctima de los Chulavitas, del señor padre del viejo este del Pastrana. No sea ignorante y atrevida.

Por primera vez, creo que su berraca jodedera con lo del cuento de la política es aceptable. Los dos viejos se quedan alegando. Los parroquialismos y eufemismos políticos de los que no se ha podido sacudir esta patria. Yo parto corriendo, no sin antes picarle el ojo a Yamilita, con mi cuento a medias, porque nunca me lo dejan acabar de contar y me encierro en el cuarto, para reconstruir, de la manera más objetiva que me sea posible, esta historia de fútbol de mi barrio sin delirar, pero sin dejar de lado la pasión que el fútbol despierta en cada uno de nosotros.

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