viernes, 18 de septiembre de 2009

FICCIONES

REQUIEM POR FERNANDA


Carvalo abrió con fuerza la puerta del café dejándolo mudo, sin amotinamientos, sin lascivia, ni ideas. Ingresó lentamente, mientras el humo escalaba en procura del techo y la marejada de palabras lo inundaba todo. Era extraño verlo en este sitio a plena luz del día, alejado de la legión, y de sus hábitos transilvanos. Habían pasado dos años desde el último encuentro, dos largos años de grandes exilios y eternas lejanías del fuero de nuestra camaradería.

Se acercó a la mesa, sin el tranco fuerte y seguro de antes; venía agónico y devastado como una vieja y sobreviviente embarcación recién azotada por el huracán. Tomó asiento y sin mirarme advirtió: - Para cualquier efecto, No te he visto, no te conozco – ¡Cuan alejados estábamos del ayer, cuánto tiempo nos había separado hasta el punto de convertirnos en desconocidos! No refute el castigo. Ni opuse resistencia. No demandé explicaciones.

Nos arroyó el silencio, me envolvieron las dudas. Carvalo era hombre básico, de esos que ya poco frecuentan las calles; de un solo faz: de sinceridad absoluta. Algo realmente profundo le estaba carcomiendo desde adentro. ¿Los principios de nuestra, hoy, exigua revolución? ¿Qué otra cosa diferente lo podría traer entre los brazos de una agonía incapaz de morir o matar?

Evité mirarle a los ojos por temor a que esa infinita tristeza se me trasmitiese. Traía la boca seca y jadeante como enfermo terminal en procura de la muerte. Aquel dolor salía del fondo del corazón. Para no ahondar más en las aguas turbias de la especulación me entregué al alquitrán, al café y a la música a todo volumen, tratando de imaginar su felicidad tras el reencuentro prometido de los siete locos en la ciudad.

Al rato soltó una frase y detrás otra y otra más… Deshacía el nudo que le castigaba la garganta. Habló de una mujer de pantorrillas perfectas y finos cabellos ensortijados; de piernas largas y lisas como columnas dóricas, de senos carnosos y nalgas llenas de salsa; recorrimos centímetro a centímetro su dulce piel, trepamos por cada uno de los pasajes de aquel amor bíblico que, por cosas humanas, se le había alojado como un quiste maligno entre pecho y espalda.

No quería palmadas en el hombro, ni pésames melindrosos o alivios de luto. Deseaba sacar a un lugar visible el dolor para asesinarlo y poder sosegar el duro camino que le aguardaba por andar hasta el final de su vida.

Lo traía un mal de amor, en el vientre la abismal distancia de todo un futuro soñado y la realidad de un adiós inesperado. Caía por el vacío confuso que deja mucho cariño, un tanto de pasión y otro poco de sexo, mezclados entre recuerdos sublimes y perversos. Pasaron algunas horas y varios tintos por la mesa. Carvalo se apretó el último café un poco antes del medio día, aceptando con la frente en alto que había perdido… En profundo silencio, en comunidad con su devota masculinidad, se entregó con fragor… Al final, vencido y sin más remedio, compartiría sus próximos días con el fracaso, un viejo amigo que hacía rato no venía a acompañarle.

Del asunto, casi nada queda por decir. Después de cancelar la cuenta extrajo del bolsillo de la chaqueta un grupo de hojas arrugadas, un expediente de su despecho titulado Carta a Fernanda, una última epístola para aquella mujer perdida en algún recodo de la ciudad. Me la entregó y me encomendó que la enviase por él, sin dar más detalle al respecto, sin precisar una dirección, un correo. Se levantó y se largó empujado por la misma tormenta que lo llevó a aquel puerto.

Pronto la ciudad olió a comida y el día se partió en dos. La tarde me sorprendió sentado en una banca rumiando mis pensamientos, yo la pille girando a mi alrededor a la velocidad del bus que se detiene en todas las paradas. Apreté aquellas hojas, pretendiendo enviarlas a algún destinatario, a aquella mujer que de Camel y Rosado, oliendo a cielo, se despidió en una parada del bus prometiendo su pronto regreso, luego de resolver no sé cuantas mierdas pendientes en otras latitudes de este país de incontables recovecos. ¡Pura especulación!

¿Por cuánto tiempo estuvo aquella carta en mi bolsillo? ¿Cuántos parajes urbanos recorrió? ¿Cuántas veces estuve tentado a dejarla en algún buzón, en las manos de una bella mujer, bajo la almohada de una mujer de ensueño, confundida sobre una mesa de juego, sobre cualquier mesa?

En este juego del destino con sabor a tango, me correspondió hacer las veces de intérprete de otras canciones y por cuestiones de la misma vida, pondré en conocimiento de ustedes, lectores dilectos, en un pregón general para exorcizar el alma de mi gran amigo Carvalo, ya como único recurso para hacer llegar el mensaje, de estas líneas escritas desde sus entrañas, a su destinataria final, en una suerte de evangelio, que de paso, puede ayudar a curar a muchos otros de esos males ficticios y múltiples fetiches que trae asociados el amor, cuando se parece a la perfección y raya en la ficción y la utopía.


Carta a Fernanda.

De mi soledad, de los dos, de la forma del mundo.

Linda:

Las tardes soleadas se disuelven entre grises nubarrones los domingos, los lunes... La pesadez ha dejado de manifestarse entre las tenues consecuencias de la resaca y mientras el tiempo talla su huella sobre nuestro cuerpo, sin establecer si el producto final será convertirnos en nada, en idea pasada o en promesa incierta, el artesanal proceso de creer se transforma en ciencia compleja que mi necio entender y querer no son capaces de enfrentar.

No pretendo transgredir espacios sencillos ni complejos y así me abandono en el pensamiento que, es recuerdo a la vez, y engendro mi propio anacronismo detrás de telillas de humo, mirando al suelo, hurgando en el tacho de basura, sintiendo lejanamente el tibus vento freso, que no es otra cosa que la fresca fragancia de la brisa que suelo respirar luego de largas noches de tormentas de arena.

Aprieto un poco más, huyo como paria del establecimiento y su norma anónima, de la regla confinadora, del fin de toda esperanza y el mundo ya no es mundo; apenas equivocación. El último confín, las rejas más lejanas no se abren y cansado de tanto correr hacia allá, hacía ningún lado, reflexiono y entiendo que jamás podré huir de mi, ni ser un nómada dentro de este cuerpo; solo jefe, poseedor de verdades relativas y mentiras mutantes. Acudo a la narrativa, a la creación de universos más absurdos y cuando el sedante de esa pequeña libertad se difumina, quisiera tomar a Dios por el cuello y sacudirlo para que me aplaste de frente, viéndome a los ojos.

Y poco después me embarga el temor, se siembra la condena aquella del yo pecador, malo, sucio, tercermundista, al punto que mis pensamientos se deshacen como algodón de azúcar, pues el matiz pagano de los desafíos se está escribiendo en el libro sumarial de las condenas eternas.

Guardo silencio y me percibo como moneda lanzada al aire, muy alto, muy lejos; caigo y trato de escuchar los latidos de mi corazón... Ahora que lo recuerdo, nunca los he oído; lo más próximo, el sonido de las manecillas del reloj que se abraza fielmente a mi muñeca. Cierro los ojos y te imagino para escaparle a las cuatro paredes que me atrapan.

Te recuerdo toda morena, toda dulzura, riendo a carcajadas, recorriendo sin temor las calles, erguida como reinita de paradero, sugiriéndome vivir en los huecos del tamaño de un apartamento que hay en el asfalto de las avenidas, saltando por las terrazas de los inmensos edificios: 2600 metros más cerca de las estrellas, a un metro de la locura. Recuerdo nuestras tardes de café y el alba sorprendiendo nuestros cuerpos desnudos al ras de la tierra, cesantes, ardientes... insaciables.

Rememoro una a una nuestras carreras nocturnas tratando de ver en los graffitis de las paredes, las líneas de expresión del rostro de esta ciudad que es mujer inconstante, indefinible, cambiante e interesante como señora de cuarenta años a quien la juventud no termina de pasarle. Su piel mixta, su tórrido destino, su desenfrenada locura, su promesa de mejorar para nosotros, nos persigue hasta los confines de la tragedia amorosa que significa fundirse en un único cuerpo, en un alma inseparable.

La maquiavélica señorita Bogotá, enfundada en su elegante traje oscuro de brillantes blancos y prendedor de luna, nos condujo varias veces a alguna de sus iglesias, a alguna de sus legiones de fe y nos obligó a persignarnos como parte del culto en el que le juramos fidelidad hasta la muerte en la impúdica penumbra, cuando los semáforos se convierten en putas y nosotros dos en cómplices.

No pudimos escapar a ese juramento, ni faltar a su promesa; No pudimos dejar de celebrar nuestro rito carnal sobre sus verdes altares a cielo abierto, fue imposible acallar toda la animalidad que con esfuerzo contuvimos por mucho tiempo durante el día, fue imposible alejarnos de la corte de faunos que nos embriagaban al son de sus tonadas en medio del tórrido carnaval de abundantes viandas, carne y licor que se recreaba en cualquiera de sus costillas. Pudimos verla a los ojos, pudimos besar sus labios y trazar con nuestros pasos una caricia en su vientre crispado ya, por la larga espera del amante que en todas las mañanas vendría del cielo y fecundaría con el rocío su deseo maternal para satisfacer todo y cada uno de los bajos caprichos que, entre el cantar de los pájaros, nos darían fuerzas para sobrevivir a la formalidad del día siguiente.

Me transporto a nuestros paseos desafanados trasegando sobre sus calles repletas de moralidad y por fin te veo fuera de mi, mujer esbelta, magra, de rasgos afilados, de ojos tan oscuros como tus pensamientos, tomándome de la mano sin vergüenza, desafiando mi complicación. Luego, tus tacones altos y tus tobillos delgados me transportan a la tiendita del centro donde el tiempo nunca pasaba y la música ligera se convertía en la banda sonora de nuestro amor.

El trago, el arrabal, la veintidós, la gran vía de la libertad añorada por los dos y tu apuesta con la que me ibas a enseñar a triunfar, a jugar como vencedor y no como perdedor... ¡Como lo que siempre he sido!

Te veo esperándome afanada, con el cabello recogido en la parada del bus de aquel pueblo caliente de piscinas cochinas, de fiesta prolongada hasta el amanecer, de sueño pasajero sobre mecedoras de hierro, de febriles abrazos y caricias, rodeando el hilo que separaba mi mano de tu monte de venus, de esos labios apretados que se cerraban y abrían por cada roce, por todos y cada uno de nuestros besos, haciendo agua la abstinencia de los bañistas hipnotizados por nuestra danza despreocupada dentro de la pileta.

Te recuerdo huyéndole a la presa de gallina que te tocó en el almuerzo del día siguiente, tomándonos las manos a escondidas en la silla trasera del automóvil, viendo el campo grandísimo donde, después, te dije que quería quedarme a vivir contigo, con mi hijo, presenciando la lenta muerte del atardecer y a la vez, esperando la noche para deleitarme acuciosamente con el aroma de pan fresco que siempre expira tu vientre. Ese día nos venció el calor y dormimos hasta elevarnos al frío.

Voy más atrás, tu rostro ni tu cuerpo jamás fueron los mismos. Percibo una cara larga, una jardinera de cuadros y un saco azul en tiempos del colegio, una voz aguda enfundada en un vestido corto de flores escondiendo parcialmente tus exagerados volúmenes. Me abrazabas por la espalda en un puerto más allá de la frontera, mirando desde el balcón el horizonte plagado de tejas viejas, de gallinazos y el contra flujo de las aguas del mar y del río reclamándose mutuamente.

Me hablabas al oído de tus apetitos carnales, mientras la sal y el calor carcomía tu sexo en oleadas de deseo, al punto de andar sin ropa interior para apaciguar la bestia que meneabas frente a mis ojos, luego en el malecón, y que más tarde sin mayor resistencia, castigaría con mi irrefrenable ansiedad hasta dejarla convertida en un apacible gatito dormitando la cena.

Y por más que intento atrapar tu rostro, desaparece entre mis desaforadas visiones solitarias; entiendo que todo el tiempo has estado dentro de mi y, gracias a tu afable mimetismo, te has convertido en una ficción encarnada en el cuerpo de otras damas que se fueron cansadas de comportarse como una réplica tuya ¨mujer ideal¨.

Ahora solo, una vez más, lo tengo claro; andas ausente, preocupada no se por cuantas cosas, lejos y mientras decides volver y nuestro amor depende más del recuerdo que del sexo, te ratificas cruelmente en mi imaginario; en otras palabras: imposible. Ríes con sarcasmo y me botas al tacho como basura, sin dar explicaciones.

Partes y no te encuentro, no deseas que te halle en otra noche de cacería, ejecutas tu danza de desapego y esta última vez que me dejaste en un punto intangible y lejano de la ciudad, tratándome como a un bandido de mierda, me mataste con las técnicas taxidérmicas de un perfecto asesino.

Abro los ojos y estoy vivo, enclaustrado en el palpitar del mio core que ha estado allí por siempre como un bandoneón vomitando melancolía. Nuevamente el mundo... ¡No pierde su forma! Tampoco sus distancias. El piso, las paredes, la basura, el último cigarrillo. Redescubro tu integra pertenencia al universo que me encierra; no eres diferente a nada. Caigo como moneda mientras veo en el descenso este rosario de recuerdos encontrados, dulces y amargos... Nada que hacer: estoy solo y abandonado.

Antes de que el frío me obligue a enterrarme entre las cobijas, pienso que jamás seré un súper hombre, ni tendré una vida peligrosa e interesante como la de aquellos tipos de la película de persecuciones en París y asesinatos en toda Francia que vimos alguna vez. ¿Qué clase de vida es esta? Me pregunto desconsolado.

Sin emoción me remito a la pluma, a manejarme en el terreno menos doloroso, a generar especulación, la acción que creo tu necesitas; luego abro el espeso libro de la mesa de noche, encuentro otras ficciones y retozo en la cama por un rato. Escruto en el pasado y trato de ganar con engaños; vuelvo a perder.

Te veo de pie sobre la nada como reinita de paradero observando como duermo a mi pequeño en la casa irreal del campo soleado, cerca al pueblo de piscinas cochinas, esperando que suene la música, el último momento entre los dos, y me sacas a bailar amada mía, en esta trasnochada rutina, mientras al oído me enamoras diciendo que me convertirás en bolero sobre la cama y con la cadencia de tus movimientos calculados, pones en duda mi virilidad para obligarme a ser tango, a romper tu paciencia, a afirmar tu fertilidad.

Y vuelves a reír sarcástica al escuchar estás fantasías en el filo del sueño porque, la verdad sea dicha, nunca, pero nunca me has amado. Otra vez y por fin, esta vez de verdad y para siempre, decido olvidarte.

Mis esperanzas caen con las lágrimas sobre las sábanas, lo que queda del cigarro al tacho y aunque los párpados se me cierran cargados de angustia, decido no esperarte más. Obviamente, jamás fuiste la excepción. Contigo jugué a perder y hoy… ¡ja!

Hoy te pierdo nuevamente.

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